Opinión
Ver día anteriorJueves 10 de febrero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Dictadores en cadena
T

ras la caída en Túnez de la pareja formada por el dictador Ben Ali y su mujer Leila Trabelsi, la sagaz primera dama que según se cuenta se llevó de las bóvedas del banco del Estado dos toneladas de lingotes de oro para no pasar dificultades en su exilio, otros países árabes vecinos, con largos regímenes autoritarios y familiares, están siendo sacudidos por crecientes revueltas populares. La gente se ha decidido a salir a las calles sin miedo, decidida a obtener la democracia a cualquier precio. Cuando la pradera prende, el fuego no conoce ni límites ni fronteras.

La dictadura de Hosni Mubarak en Egipto, que ya dura 30 años, es la siguiente en la lista. El ejército ha sacado sus tanques a la calle, pero rodeados por la multitud parecen bestias inofensivas. Los prisioneros políticos huyen de las cárceles, que se quedan vacías hasta de guardianes. Un joven manifestante dice frente a las cámaras de la televisión en la plaza Tahrir de El Cairo: Si mi abuela y mis tías están aquí, ¿por qué no iba a estar yo? Cuando las abuelas se deciden, ya todo el mundo perdió el miedo.

Arden las efigies gigantescas del anciano Mubarak colocadas en plazas y avenidas. Pero también ha ardido en El Cairo, incendiado por los manifestantes, el imponente edificio que sirve de sede al Partido Nacional Democrático, el partido oficial, y prácticamente el único legal en Egipto. Es el destino final de los partidos que obligan a todos los ciudadanos a llevar un carnet en el bolsillo, arder alguna vez. Las fichas de afiliación terminan consumidas por las llamas, y los carnets van a dar a la basura.

En el año de 1944 Centroamérica conoció el efecto dominó que hoy están viviendo los países árabes, porque el fuego se está pasando también a Yemen, a Argelia. Se acercaba el fin de la Segunda Guerra Mundial, y la lucha contra el nazifascismo hacía soplar vientos democráticos que los dictadores de las repúblicas bananeras ignoraron, confiados en el sempiterno apoyo de Estados Unidos.

Esta colección era de marca mayor: el general Maximiliano Hernández Martínez, presidente de El Salvador, que había ordenado la matanza de miles de indígenas en Izalco en 1932; teósofo, curandero y quiromante, tenía ya 13 años en el gobierno, relegido siempre en comicios en los que aparecía como candidato único. El general Jorge Ubico, presidente de Guatemala, con los mismos años de permanencia en el poder que su par de El Salvador, tanto se creía la rencarnación de Napoleón Bonaparte que se vestía y se peinaba como él. El general Tiburcio Carías Andino, presidente de Honduras, a la que gobernó desde 1932 como su propia hacienda; maestro de escuela, abogado y militar, había ideado una silla eléctrica de voltaje moderado para sentar en ella a los prisioneros políticos remisos a declarar sus culpas contra el régimen. Y la cuarta perla de ese collar, el general Anastasio Somoza García, impuesto en el poder en Nicaragua por las tropas de intervención de Estados Unidos en 1934, el más marrullero de todos.

La sacudida comenzó en San Salvador a finales del mes de abril, después de que los cabecillas de una fracasada rebelión militar habían sido fusilados. Salieron a las calles los maestros, los estudiantes de secundaria y los universitarios, los empleados públicos y los comerciantes, hasta que todo tomó el cariz de una huelga general que obligó al dictador a renunciar el 9 de mayo y exiliarse en Guatemala. No resistió ni dos semanas a la presión popular.

La onda expansiva alcanzó de inmediato a Guatemala, y el siguiente fue Ubico. Las olas de manifestantes invadían las calles día tras día, enfrentándose a la policía, hasta que una maestra fue asesinada por las balas de las fuerzas represoras, y aquel hecho multiplicó las protestas, con lo que el dictador tuvo que renunciar el 1º de julio, para irse al exilio en Estados Unidos. Así se abrió un periodo democrático de 10 años en Guatemala, que duró hasta 1954, cuando fue derrocado el general Jacobo Arbenz, presidente constitucional.

Las demostraciones populares contra Carías empezaron en mayo en Honduras y alcanzaron su clímax en julio, pero pudo más entonces la represión militar ordenada por el tirano, que dejó muertos y heridos, y logró sobrevivir. Sin embargo, su suerte estaba echada, y tuvo que apartarse de la presidencia al final de su periodo en 1948, para dejar en su lugar a un peón suyo, Juan Manuel Gálvez, abogado de la United Fruit.

El fuego seguía pasándose. Las manifestaciones de respaldo a los movimientos rebeldes en los otros países centroamericanos empezaron a recorrer las calles de Managua, y Somoza cometió la imprudencia de convocar para el 4 de julio una demostración popular en respaldo a las tropas aliadas, con lo que quería congraciarse con Estados Unidos en el propio día de su Independencia.

A pesar de la salvaje represión, y con las cárceles llenas de presos políticos, cuando Somoza intentaba pronunciar su discurso, la rechifla y los gritos de protesta, exigiendo su renuncia, lo obligaron a bajar de la tribuna. Parecía llegado su fin, pero logró maniobrar, y se salvó. Todavía le quedaban más ardides que ejecutar para mantenerse en el poder, golpes de Estado, y pactos políticos con reparticiones de cargos y curules, hasta que las balas de un poeta, Rigoberto López Pérez, acabaron para siempre con sus ambiciones el 21 de septiembre de 1956. No obstante, logró heredar el poder a sus hijos, y ya sabemos el resto de la historia.

El general Ubico murió en su exilio de Nueva Orleáns en 1946. El general Carías murió de viejo en su cama en Tegucigalpa, a los 94 años de edad, en 1969. Igual que Somoza, el general Hernández Martínez no tuvo la suerte de una muerte apacible. Tenía 84 años cuando en 1966 su chofer Cipriano Morales lo asesinó de 17 puñaladas en el comedor de su vivienda del poblado rural de Jamastrán en Honduras, donde vivía exiliado.

Dictadores en cadena, a ninguno de ellos lo perdonó la historia.

Masatepe, enero de 2011