Opinión
Ver día anteriorDomingo 13 de febrero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
A la mitad del foro

Las aguas del Nilo

Foto
Imagen del pasado 29 de enero, cuando Hosni Mubarak insistía en que no dejaría el poder y prometía las reformas que el pueblo le exigíaFoto Ap
¡L

evanta la frente, eres un egipcio! El anciano dictador abandonó El Cairo y los jóvenes que llenaron las plazas y calles en demanda de igualdad y libertad festejaron la victoria de su gran revolución pacífica. Las fuerzas de Mubarak ejercieron la violencia, acudieron a las denuncias de intervención extranjera. Triunfó la firme resistencia de los centenares de miles que usaron los medios de su tiempo para sumar fuerzas en la revuelta del presente contra el pasado.

La libertad, la rebelión transmutada en fiesta familiar a la que padres y abuelos llevaron a los niños. A bañarse en las aguas del Nilo. Uno nunca bebe dos veces la misma agua del río, diría Tucídides. Pero el viejo Egipto, el nuevo Egipto que enfrenta el reto de gobernarse a sí mismo fue, ha sido y sigue siendo eje central del devenir histórico, del destino del mundo árabe y de los habitantes todos de la globalidad que levantó monumentos y deificó a Alejandro Magno en Alejandría, el puerto que lleva su nombre, donde los hombres acumularon volúmenes de sabiduría en la gran biblioteca reducida a cenizas por el fuego. Los 30 años de Mubarak serán un negro paréntesis dictatorial que siguió a la muerte de Anuar Sadat. Y a la rebelión de los coroneles que encabezó Gamal Abdel Nasser, el hombre que devolvió el Canal de Suez a Egipto y se unió a Tito, a Nehru y a Sukarno en el Grupo de los no Alineados, respuesta y refugio en la era bipolar de la guerra fría.

Las rebeliones populares no estallan nunca en el mismo río. En el Egipto de los faraones, de las pirámides y la larga servidumbre a la que puso fin Moisés; en las ricas tierras bañadas por el limo del Nilo, granero del Mediterráneo, fuente de los negocios del señor Julio César, diría Bertolt Brecht, donde Napoleón el joven acudió en busca de la gloria y de la contemplación de los siglos de la historia, ahí se impuso la juventud de la vieja nación, la revuelta juvenil que rompió el yugo de hierro del pobre viejo Mubarak, del dictador cuya fortuna cuentan y recuentan los suizos y sus duendes: miles de millones de dólares que, según el mito, lo harían el hombre más rico del mundo. En un pueblo de 80 millones de habitantes, decenas de millones de pobres que sobreviven con un ingreso diario de dos dólares. O menos. De millones de jóvenes educados y sin empleo. Su revolución terminó el viernes. Ahora tendrán que empezar otra.

Nuestros millones de pobres, nuestros millones de jóvenes desempleados y atrapados por la educación desfasada, ajena a la ciencia, a las matemáticas, a la física y ahora, en la marcha de los cangrejos, al civismo y a la historia en la fase prehispánica, sin la cual no seríamos el pueblo mestizo, los mexicanos de las tres sangres y un destino forjado en común. ¿Qué hacer con los nuestros? ¿Cómo evitarles la sangre derramada en la rebelión a la que los empuja el falso debate de nuestra clase política, los dueños del dinero y la clerigalla que exige la rendición incondicional de la república laica? La guerra al crimen organizado, los treinta y tantos mil muertos, los juguetes bélicos acumulados; la indignación porque el doble lenguaje de los civiles del Pentágono habla de insurgencia en México; la comedia costumbrista de la libertad de expresión y los negocios mediáticos en ciclo reproductivo de simulación y mentiras. ¿Esa es la respuesta?

Retadores, tartajeantes, olvidados del discurso político, unos diputados al Congreso de la Unión manifiestan su protesta con una manta expuesta al pleno y a las cámaras de la televisión. Y aquí pasó lo de siempre. Vuelve Carmen Aristegui al púlpito en defensa de la libertad de expresión. Otra vez. Los Pinos niega el atentado y el flamante secretario particular procede a detallar los trabajos y las horas del señor Presidente, de su jefe, Felipe Calderón. Lo torpemente insinuado en la manta deriva a mojigata discusión sobre el alcoholismo... Mal anda la cosa pública cuando nadie sabe si es borracho o es cantinero. Si se dice y se repite en los corrillos y en las llamadas redes sociales que Felipe Calderón bebe mucho, es un borrachito, el cuestionamiento de la oposición y la oficialista respuesta reducen a lo aleatorio, a lo irrisorio, el riesgo de ingobernabilidad que nos amenaza y de la impunidad imperante por la ausencia del Estado.

De ríos hablábamos. Nunca digas de esa agua no beberé. Aunque tenga razón Tucídides. Aunque la tuvieran quienes claman por una confesión de culpas presidenciales por el peligro que advierten en los usos y costumbres báquicos, a pesar de que el adelantado de las izquierdas, el presidente legítimo, el único líder social con presencia nacional, el tabasqueño de la desmesura tropical, Andrés Manuel López Obrador, haya condenado la burda forma de protestar de los diputados petistas y sentenciado que eso del beber pertenece al ámbito de lo privado, de la vida íntima. De lejos vienen la conjunción y el divorcio del alcohol y el ejercicio del poder.

La torva figura del chacal Huerta, Victoriano, ebrio de poder y de aguardiente, marcó el trayecto del estallido constitucionalista de la Revolución; se convirtió en imagen impactante de la dictadura en la obra perdurable de nuestros muralistas. Pero hay también la memoria imborrable de la charla de Villa y Zapata a la sombra de un árbol en Tlalpan. El de la División del Norte no tomaba una copa; abstemio y desconfiado, se sentó en la silla presidencial y después brindó con Emiliano, el calpulelque de Anenecuilco, jinete y arrendador de buenos caballos, mujeriego, amante del buen paño y el buen trago. Zapata era bebedor, de la estirpe de aquellos que grabaron la frase: desconfía del que no bebe. Exactamente lo contrario de Villa. Hay un trasfondo trágico en la foto de aquel encuentro en las afueras de la capital.

Cuentan que en las horas triunfales de los sonorenses, Adolfo de la Huerta ofreció consejo a Pancho Serrano: Cuídate. Te ven entrar mucho al Salón Colón y sitios así. Y eso que no te han dicho cómo salgo, respondió el valiente encumbrado con Obregón que moriría asesinado en Huitzilac. Crear instituciones, consolidar el poder constituido, alteró los usos broncos. Al menos en apariencia. Para describir caciques y simuladores, decían burlonamente: ebrio de poder y bacanora. En 1934, durante la campaña presidencial de Lázaro Cárdenas y en los seis años de su mandato no se veía una botella de cerveza, aguardiente o coñac en mesa alguna. En privado, cada quien su vida. Pero siempre hubo una tendencia puritana en los radicales: Garrido Canabal cerró iglesias y cantinas. Francisco Múgica prohibió fumar en la Secretaría de Comunicaciones.

Los dimes y diretes en torno al regusto de Felipe Calderón por el trago adquirieron rango de conjura o complacencia al hacerse públicas unas cartas de Carlos Castillo Peraza al amigo y discípulo. Pero no faltan antecedentes sobre el incierto accionar de gobernantes bebedores. En infidentes memorias, Henry Kissinger narra desvaríos de Richard Nixon bajo el efecto del alcohol; de cómo lo hizo arrodillarse junto a él ante el retrato de un antiguo presidente en los pasillos de la Casa Blanca. Nikita Jruschov bailaba sobre las mesas para divertir a Stalin. Luego denunciaría sus crímenes en asamblea del PCUS.

Mala hora esta para desatender el reclamo de Beatriz Paredes. La tlaxcalteca no es una Casandra. Y previene del riesgo de confrontación social si Calderón cede a la tentación autoritaria. Y no serán las mismas aguas del Bravo y el Suchiate.