l Foro Social Mundial (FSM) de 2011, celebrado en Dakar, Senegal, fue desbordado por los acontecimientos, por la crisis general capitalista y puso en el orden del día la cuestión de formas de discusión y de acción más eficaces, así como de la reorientación política de los movimientos sociales que quieren combatir por un mundo más justo y más incluyente sobre la base de una alternativa al capital.
En efecto, el aumento brutal en los precios de los alimentos a escala mundial hará crecer en centenas de millones las filas de los que padecen hambre y viven en la miseria, reducirá los consumos populares de alimentos de calidad, incluso en los países que los exportan.
Esta rebaja del poder adquisitivo alimentará a su vez la reducción de la demanda y, por consiguiente, retardará la reorganización de la producción industrial en los ramos dirigidos hacia el consumo popular, incluido el de la construcción, al mismo tiempo que la especulación financiera sobre el precio de los alimentos y el petróleo creará nuevos y graves problemas.
Si no se adoptan medidas estatizando la banca, estableciendo el monopolio estatal del comercio exterior, impidiendo la destrucción ambiental que resulta de la gran minería a cielo abierto y del extractivismo a ultranza de minerales fósiles, si no se deshacen los grandes trusts cerealeros, si no se amplían los mercados internos en países dependientes de la exportación (como China, India, Argentina y Brasil, en estos dos casos mediante una indispensable reforma agraria radical), la crisis se prolongará y profundizará.
Ahora bien, los foros sociales mundiales hacen recomendaciones, sobre todo a los gobiernos progresistas
. Pero éstos no sólo no tocan los intereses del capital financiero ni de las grandes trasnacionales mineras o del agronegocio, sino que los favorecen y exhortan a invertir más capitales reforzando su actividad depredadora del ambiente y saqueadora de los recursos nacionales. Como receta anticrisis sólo proponen algunas medidas para distribuir los ingresos y formas de asistencia social o, cuando mucho, un capitalismo de Estado, pero no modifican en nada lo que se produce, ni cómo y a qué costo se produce, ni cuáles consumos podrían ser suprimidos y remplazados por otros, alternativos, ni tienen planes de transformación social y económica a mediano plazo.
Esos gobiernos se limitan a administrar la crisis según las necesidades del capitalismo en su respectivo país. Pero, como las empresas fundamentales y el grueso del capital son extranjeros, subsidian sobre todo a esos grandes empresarios en vez de capitalizar y transformar la economía nacional, la cual está siempre con la espada de Damocles sobre la cabeza, pues sigue dependiente del capital financiero internacional, que fija el precio de los combustibles y de las commodities, además que controla la banca. Los grandes capitalistas esperan beneficios del Estado y presionan a los gobiernos progresistas
, pero no los respaldan, pues son socios menores del capital financiero internacional. Dichos gobiernos son progresistas
porque su nacionalismo acota y, en parte, debilita la hegemonía imperialista –sin la cual sería imposible la explotación del capital financiero y de las trasnacionales–, y porque para hacer eso y enfrentar a los aliados locales del imperialismo se apoyan indirectamente en las mayorías populares. Pero, al mismo tiempo, son un freno a una alternativa no capitalista y a la organización independiente de dichas mayorías, pues tratan de encarrilarlas y controlarlas mediante el chaleco de fuerza del control estatal mediante sus instrumentos represivos y las serviles burocracias sindicales.
La revolución árabe que está barriendo Túnez, Egipto y Yemen y tarde o temprano a pesar de las matanzas y la represión abarcará también Argelia, demuestra que no basta con reforzar el papel del Estado, aunque eso sea indispensable si se quiere orientar una transición no capitalista. Túnez, Egipto y Yemen son países con fuerte intervención estatal, pero el Estado está en manos de una camarilla, incluso un clan, y esa especie particular de capitalismo de Estado atado a las trasnacionales refuerza la succión de los recursos y de los ahorros nacionales y su absorción por el capital financiero internacional. Incluso un capitalismo de Estado más democrático y con base popular, pero que mantenga su dependencia de las inversiones y la tecnología extranjeras, que no controle la banca, que oriente el país a la exportación de productos primarios, sigue atado al capital financiero internacional.
No bastan las resoluciones generales bien intencionadas que dejan la solución en manos de los gobiernos. Por eso, al mismo tiempo que luchan por la estatización de las piezas claves para la economía y para el bienestar de las mayorías, éstas deben asumir el control del Estado, no forzosamente en oposición a los gobiernos progresistas
, sino con independencia de ellos, según el principio de golpear juntos pero marchar separados. O sea, mediante la autorganización democrática, la autonomía, la autogestión, en el territorio pueden hacer un censo de sus necesidades y prioridades y de los recursos a disposición y ver qué producir y cómo distribuir esa producción al mismo tiempo que defienden el ambiente en el cual viven y producen.
Esa organización en consejos, comités, comunas y sindicatos democráticos es la base para la reorganización del Estado, a la vez que para la transformación del territorio y para la imposición de la democracia. La situación de crisis económica, política y ambiental exige, precisamente, democracia y plantea la necesidad de convocar a asambleas constituyentes para restructurar las relaciones sociales nacionales.