o era la primera vez que se aproximaba a una ciudad invisible, similar a las que visitara Calvino, imaginaria como imaginarias son las vidas de Schwob, real como la América que Kafka no caminó. Comenzó a cruzar el puente con un mapa colorido abierto en las manos. Un río corría ancho, sucio, silencioso, bajo el arco. Marinero en tierra, llegaba a pie el capitán Gordon, con la vaga y agradable sensación de estar perdido de antemano, no lejos de la costa. El lugar le parecía familiar, sin ninguna razón.
La utopía siempre sucede en otra parte, nadie en su sano juicio puede pronunciarla con un aquí
. En lo alto del puente, hacia la mitad el río, una figura se recortaba nítida contra el resplandor frío del mediodía. Vestía una túnica de capucha que la cubría casi por completo, de pesada lana, una luna azul y un sol rojo empalmados sobre la túnica café descolorida, largo y estirado suéter tejido a mano hace muchos, muchos años. Vista en la distancia parecía jorobada, una especie de animal del monte. Ya de cerca, cargaba un voluminoso costal que no parecía pesarle. Su rostro blanco recortado por la capucha y un fleco rojizo y uniforme. Su sonrisa lenta. Su voz sin mirar a Gordon, dirigida a la ciudad de Ormina que se abría a sus pies.
–Esa que ves es una ciudad afortunada. En ella verás que las mujeres caminan satisfechas, y no dan la impresión de necesitar gente como tú.
–¿Y los hombres?
–Los hombres tampoco necesitan gente como tú.
–No, me refiero a qué hacen entonces los hombres en un lugar así.
–Tienen su parte, pero son más débiles. Aprenden –dijo en un tono aún más burlón del que venía empleando.
–¿Sólo ellos?
–Sólo. Está en marcha un proceso de reducación de los varones que ha logrado importantes progresos en relativamente pocos años. Ya no se aplica a los niños, que nacen y crecen en un medio donde el paternalismo está archivado en la D
de dinosaurio.
Gordon pensó: esta pitonisa o lo que sea me quiere intimidar. De nada le sirvió pensarlo. Se intimidó. Anda, se dijo, ánimo, a lo mejor aprendes algo nuevo. Rió de sí mismo. Aprender. La gente de mar no es muy dada a seguir aprendiendo modales, se atiene a lo elemental. Entre machos lo macho no se nota.
Las brujas clásicas parecen mendigas. Nunca les importa lo que se piense de ellas. Igual las esfinges, ya ven Edipo. Y para lo que le sirvió. La mujer, harapienta y de edad imprecisa, hablaba con un vaho blanco que, extrañamente, Gordon no emitía, y al considerarlo se sumió en la perplejidad de lo caliente y lo frío.
–A las zapaterías se entra descalzo –previno la figura al visitante, quien por seguirle la corriente replicó:
–¿Y a las tiendas de ropa se entra desnudo?
–Idiota –dijo ella, y Gordon no dijo nada. Ella continuó:
–El pan no se compra, se regala. Pero sólo el pan. Cualquier otra cosa se intercambia, presta o comparte.
–¿No aceptan tarjetas de crédito?
–Idiota.
A Gordon le pareció momento de proceder y amagó con seguir puente bajo. La figura de la túnica lo detuvo cogiéndole el antebrazo.
–Una cosa más.
Sí, ya sé, pensó Gordon, que había leído la guía de forasteros de Ormina. En la comarca están prohibidas las botellas desechables de plástico, la comida rápida, los transgénicos, escupir a la gente, dejar en la banqueta la caca del perro. Miró a la figura con cierto fastidio y cara de y ahora qué, ¿que me consiga una bicicleta porque no circula nada que consuma gasolina, salvo algunas motos, tan mal vistas como los fumadores, con algo de reproche? Una mujer lo miró desde la capucha, despectiva, como quien sabe que arroja perlas a los puercos.
–Si tienes tiempo y te interesa, visita el jardín de los hongos.
Eso no venía mencionado en la guía, que citaba sitios de interés en Ormina.
–Ándale, sicodelia orgánica. ¿O te refieres a la onda portobelo, setas, kambucha?
–Sabes qué –dijo ella, severa por primera vez–, te mereces unas clases. Aunque dudo que aprendas. Eres caso perdido.
Gordon se rió cuando la mujer de la capucha, dura como una hoja fría, imperceptiblemente lenta, añadió otro idiota
y también sonrío. Empezaban a caerse bien. Hicieron ademanes mínimos de despedida. Cruzaron las miradas por única vez y de pronto Gordon dejó de estar intimidado, irritado o impaciente. En la profundidad de los ojos que lo miraban encontró paz, no la suya, sino de la ella. De algo le serviría más adelante.
El capitán anduvo hasta la primera calle, empedrada en una ciudad antigua donde las piedras son tigres sonrientes. Había taxis, en triciclos de pedal y cadena. De toldos muy coquetos. A Gordon le dieron güeva, prefirió seguir a pie. Comenzaba la tarde. Mucha gente, casi nadie tenía prisa, y algunos ni siquiera dirección. Dobló y guardó en su morral el mapa para no delatarse fuereño. Las personas eran tan diferentes entre sí que se preguntó Gordon cómo se vería un fuereño. Pronto se percató que en Ormina no había policías, y por ninguna parte vio banderas.