Martes 1º de marzo de 2011, p. 22
Bengasi, 28 de febrero. Los cuerpos estaban envueltos en frazadas de color verde oscuro, tirados en el suelo del anfiteatro: 10 prisioneros abatidos a tiros a los que luego prendieron fuego, al desencadenar las fuerzas de seguridad del coronel Kadafi una última ronda de vengativa violencia antes de verse obligadas a huir.
Se dice que eran soldados que se negaron a disparar contra los opositores al régimen. Fueron desarmados y golpeados por sus camaradas, quienes los encerraron en una celda subterránea en Katiba, principal campamento militar de Bengasi.
El relato de los días finales de los prisioneros provino de un oficial del ejército libio que más tarde se rindió a los rebeldes y cambió de bando. Dio los nombres de los ejecutados, todos hombres de esa localidad, pero los deudos no pudieron identificar los restos achicharrados.
Mohammed Targi, encargado de atender las bajas fatales en el hospital Jala, señaló: Normalmente en los casos de cuerpos quemados hay partes que permiten identificar a la persona, pero aquí quedaba muy poco. Esposas, padres e hijos de estos pobres hombres vinieron llorando. Una madre dijo que, aunque no pudiera identificar a su muchacho, ahora todos los asesinados eran sus hijos
.
Este lunes, luego de varios días de fría lluvia y vientos borrascosos, la segunda ciudad de Libia amaneció soleada y cálida. Las tiendas y negocios abrieron luego del improvisado asueto que acompañó a la revolución, y la gente recomenzó su vida cotidiana.
Pese a este retorno a una especie de normalidad, los negros secretos de las brutalidades cometidas durante el levantamiento han comenzado a aflorar. Los cuerpos achicharrados en el anfiteatro eran una visión lastimera. “Fueron mártires. Prefirieron el sacrificio antes que dañar a su pueblo –expresó Fateh Elami, gerente de turno en el hospital–. Debemos hacerles un monumento.”
Pero la violencia no fue de un solo lado. También estaban los cuerpos de tres mercenarios
de África subsahariana, usados por el régimen contra los manifestantes. Mostraban heridas profundas en cabeza y torso, tendidos al lado del cadáver de un soldado libio. A ellos nadie los reclamará, dijo Elami.
El Jala fue el hospital más ajetreado durante los primeros días de intensos enfrentamientos en la segunda ciudad de Libia, y muchos de los heridos de esos días se encuentran en sus pabellones. Najla Farkash es parte del personal médico que trabajó casi 24 horas al día en ese periodo. Un día ella atendía a una larga fila de lesionados cuando el paciente que se acercó enseguida en una silla de ruedas le arrancó un gemido. Era su hermano Amraja, de 27 años; tenía un tiro en la cabeza.
Ya había llorado cuando trajeron a algunos muchachos muy heridos
, comentó Farkash, asistente clínica de 27 años, meneando la cabeza. Pero cuando es alguien de tu propia familia es muy, muy duro.
Amraja Farkash fue herido cuando iba en camino al funeral de dos de sus primos, asesinados por las fuerzas de seguridad en los primeros días de las protestas, la semana antepasada. Ahora está paralizado del costado izquierdo y su vida de chofer ha terminado.
“Apoyé la revolución, pero no tomaba parte en las marchas cuando me dispararon; iba a enterrar a mis primos. ¿Por qué lo hicieron? –dijo–. No sé quién me disparó, puede que haya sido un mercenario o un libio. Pero sé que fue mi propio gobierno el que lo hizo. Si pudiera ir a luchar ahora, lo haría. Me siento muy indignado.”
Fawzia Radiki, en un pabellón vecino, quiso mostrar lo que le hicieron a su marido, Ibrahim, luego que la policía lo apresó cuando participaba en una mitin fuera de la mezquita de Khadija. Le rompieron el brazo y varias costillas con una barra de metal y cuando echó a correr le dispararon por la espalda. Mientras yacía en el suelo un policía lo pateó repetidas veces en el rostro y le rompió la quijada.
¿Qué hacen en el mundo exterior respecto a esto?
, preguntó la señora Radiki. Hablan de derechos humanos, pero permiten que Kadafi haga todo esto a personas que no pueden defenderse.
Mohammed Saad, sentado a la orilla de su cama, recordó un tiempo en que tenía un buen empleo del ejército en Katiba; no imaginaba entonces que le ordenarían volverse contra su propia familia. Este lunes, Saad, de 23 años, parpadeó al quitarse la chaqueta para mostrar la herida de arma de fuego que por poco lo mata. Le dispararon cuando se negó a abrir fuego contra los manifestantes que irrumpieron en el complejo militar, en la culminación de una batalla decisiva para la caída de Bengasi en manos opositoras. “Lo último que recuerdo es que un oficial me puso su arma en el pecho y me gritó: ‘¡Ve y dispara!’” Horas más tarde despertó en un hospital de la ciudad.
Los soldados retrocedieron a Katiba luego de que las protestas que comenzaron el 15 de febrero se volvieron violentas, cuando las fuerzas del régimen dispararon a los manifestantes y mataron a docenas. Los residentes, muy inferiores en armamento, lanzaron una batalla de tres días por el control del cuartel, y el momento decisivo llegó cuando uno de ellos retacó su auto con explosivos y lo proyectó contra los muros de la base.
La caída del bastión militar fue una victoria crucial para las fuerzas revolucionarias, que arrebataron al coronel Kadafi el control del este del país y pusieron al borde del colapso su régimen de 42 años. ¿Sabe lo que significaba Katiba?
, dijo Mohammed Hussein, uno de los médicos. “Era un terrible centro de poder. Era una señal para todo el que se acercaba que decía: ‘Aquí estamos’.”
Saad fue de los pocos privilegiados en obtener un puesto en Katiba, lo cual significaba privilegios instantáneos y mejor paga. Pero nunca creyó que su lealtad sería puesta a prueba. Cuando se desataron los combates entre manifestantes y fuerzas del gobierno, él y sus colegas recibieron órdenes de disparar a cualquiera que intentase entrar. Sólo cuando su padre logró comunicarse con él se dio cuenta de que los manifestantes eran personas comunes de la ciudad.
“Mi padre me pidió ir a casa y luego me dijo: ‘Aunque sientas que vas a morir, no dispares’. Luego me dijo: ‘Yo soy uno de los que protestan’. Me quedé helado. Tenía esa imagen de que si disparaba mataría a mi padre.”
Saad no fue el único en sentirse en conflicto. Afirmó que varios de sus colegas de mayor edad recibieron órdenes de ponerse ropa de civil, salir en automóviles sin insignias y disparar a cuantos vieran. Unos 20 se negaron y fueron ejecutados, sostuvo.
Pasada más de una semana de que los combates cesaron, cientos de personas aún llegan a Katiba para ver los restos del régimen. Pocos libios habían visto el interior del temido complejo; ahora deambulan libremente por los edificios incendiados y saqueados. El calabozo donde los soldados fueron ejecutados y quemados –una gran caja de hormigón en la que una docena de estrechas ventanas dejan entrar jirones de luz– atrae una corriente continua de visitantes.
Matiam Fatrusi, quien llegó con su hermana a echar una mirada, dijo que fue un error haber ido. “Es un lugar maligno. Puedo sentir que aquí se hicieron cosas muy malas –afirmó–. Deberían sellarlo.”
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya