a rebelión en todo el mundo árabe es un mismo proceso democrático, de unidad nacional y liberador, pero tiene ritmos y características propias en las diferentes regiones, según su historia, su composición étnica, su densidad cultural. Este proceso no ha sido desencadenado por el imperialismo contra el cual va dirigido y al cual le rompe todos los dispositivos político-militares en la región, aunque todavía no tenga una clara orientación antimperialista –que es más bien implícita– y, por supuesto, no muestre aún ninguna tendencia anticapitalista y –menos aún– socialista de importancia.
Si en Egipto y Túnez la rebelión se caracteriza por una activa participación obrera y de los aguerridos grupos socialistas revolucionarios, en otros países, como Bahrein, Omán, Argelia y Libia, en la lucha contra las dictaduras se destacan casi exclusivamente las clases medias urbanas ansiosas de libertades, sectores burgueses hartos de la concentración de los negocios y de las riquezas en las manos excluyentes de reyes y dictadores, y hasta protestas étnicas y tribales, como en Sudán o Libia, contra los privilegios que las dictaduras conceden a las etnias o tribus que las apoyan, o las diferencias religiosas.
Como el mundo campesino está en descomposición, el peso de las solidaridades tribales no es ya el que éstas tenían en el pasado y la politización, que aumentó con el grado de educación de las clases populares, se hace por contagio, mediante la experiencia de la migración o las informaciones que, como siempre, llegan por los medios de desinformación, pero que la gente sabe leer entre líneas, analizar a contrapelo y reinterpretar según sus necesidades. Y puesto que varios de esos países dependen de la explotación petrolera y de la petroquímica –como Libia–, tienen escasos obreros nacionales y, gracias a la renta petrolera, importan trabajadores al igual que alimentos, sus sociedades carecen de agricultores (salvo en Egipto y en parte en Túnez y Siria), además de tener pocos obreros, lo cual da un peso fundamental a las clases medias urbanas y a los funcionarios, burócratas, fuerzas de seguridad e importadores y exportadores.
Las tiranías, además, concentradoras del poder y de la riqueza, han hecho el vacío en torno a su poder y eliminado los instrumentos de mediación (parlamento, justicia, partidos, libertad de prensa) y, por consiguiente, no queda otra salida que los estallidos sociales desde el fracaso de la primera ola nacionalista árabe, a finales de los sesenta. En la región, por otra parte, compiten China y varios imperialismos por los recursos y la tierra, y Estados Unidos trata de remplazar a Francia en Túnez y Argelia o Marruecos, y a Francia e Italia en Libia.
Pero lo cierto y decisivo es que los pueblos se rebelaron contra las dictaduras y éstas dispararon o disparan, como en Libia, contra sus propios pueblos, que en más de 40 años de tiranía dominaron siempre por el terror. La intervención imperialista es únicamente el intento de aprovechar el río revuelto y, sobre todo, la transitoria falta de claridad programática y de dirección revolucionaria de una rebelión que nace, como todas, confusa, y que podría derivar hacia una revolución social o conducir, en cambio, a gobiernos burgueses de recambio sostenidos por uno u otro imperialismo, o incluso a una situación de caos tribal similar a la de Somalia.
Desgraciadamente, una de las herencias del estalinismo se combina en América Latina con la tendencia nacionalista caudillista y por eso no faltan los que son incapaces de mirar lo que hacen las clases en disputa, los pueblos y sus características culturales políticas, ni de confiar en esas masas con las que se llenan la boca. Para ellos todo está claro: todos los males los provoca sólo el imperialismo (no el sistema capitalista que los gobiernos nacionalistas dictatoriales defienden y refuerzan con su política económica interna e internacional) y al mundo lo ven compuesto de Estados-nación homogéneos, representados por sus gobiernos que dependen de un líder iluminado siempre igual a sí mismo. Esa visión de aparato burocrática, nacionalista, que excluye el análisis de clases y da al imperialismo el papel que los cristianos le dan al Diablo, explica las vergonzosas declaraciones kadafistas de Chávez, Daniel Ortega y algunos escribidores en el mismo momento en que Kadafi manda mercenarios a matar libios por centenares para defender su poder totalitario y su fortuna multimillonaria en el extranjero.
En Libia no se enfrenta la nación oprimida y semicolonial contra el imperialismo, sino la parte mayoritaria y plebeya de esa nación contra el régimen, cuya acción facilita la intrusión imperialista. Por un lado están Kadafi, sus fuerzas represivas en crisis, su tribu (gadhafa) y otra tribu minoritaria, aliada y privilegiada, y por el otro las demás tribus, las clases medias, sectores de la burguesía comercial y del ejército, los obreros del petróleo y la secta Senoussi, monárquica fundamentalista. Ni Francia ni Italia secundan realmente los intentos yanquis de utilizar la fuerza. De modo que a la lucha intertribal e interburguesa se une un conflicto interimperialista.
Quien se preocupe, por tanto, por combatir al imperialismo, en vez de cubrirse de oprobio apoyando a Kadafi, debe combatir a la vez contra toda intervención imperialista en Libia y en la rebelión árabe, y por la caída de los dictadores asesinos y torturadores en Libia, Yemen y Omán. El 20 de este mes será una jornada de apoyo a la rebelión árabe. Debe ser masiva y hacer escuchar al mundo: ¡No a la intervención imperialista, abajo Kadafi, asamblea constituyente en Libia, Túnez y Egipto para reorganizar y unificar la región sobre la base de comités de trabajadores!