s difícil pensar en una ciudad levantada en medio de las aguas que, aprovechando pequeños islotes y con un ingenioso sistema de relleno, logre construir una urbe poblada de palacios y templos imponentes. Eso es lo que los mexicas hicieron en el corazón de los lagos de la cuenca de México erigiendo la prodigiosa Tenochtitlán.
La audacia que tuvieron los mexicas al fundar su ciudad en la parte más baja de la cuenca, en unos islotes que sobresalían de las aguas de cinco hermosos lagos que la rodeaban, marcó su destino. En los islotes edificaron las grandes construcciones principales y en los alrededores crearon sus barrios, con el original sistema de las chinampas.
La insólita ciudad se conectó a tierra firme con cuatro calzadas y en su interior desarrolló canales conocidos como acequias, que hacían la función que ahora hacen nuestras calles y avenidas, ya que las había de distintas dimensiones e importancia. Muchas de ellas a su vera tenían camino de tierra para los peatones.
La portentosa urbe contaba con elaborados sistemas para controlar las inundaciones, entre otros, un dique que separaba las aguas saladas del lago de Texcoco de las dulces de los otros lagos. Por su parte, muchas de las acequias contaban con un mecanismo de compuertas que ayudaban a controlar el ingreso de las aguas en la temporada de lluvias.
Estas tenían también sistemas de vigilancia que controlaban el acceso a la ciudad. En una de ellas, que en la capital novohispana se conoció como Acequia de Rodán, se edificó un torreón de vigilancia. Esta vía pluvial era de las más importantes, ya que llegaba al desembarcadero que se encontraba en lo que ahora es el corazón del barrio de La Merced, ya desde entonces pujante zona comercial.
Al torreón de vigilancia, ya en el virreinato, se le fueron añadiendo construcciones, lo cual dio como resultado que quedara una casona con un original patio en forma irregular. En el siglo XVIII nuevamente se amplió para alojar un beaterio, ya que se encuentra entre dos de los que fueron conventos de monjas de gran relevancia: San Jerónimo, en donde vivió la ilustre Sor Juana Inés de la Cruz y el de Regina Coelli, del cual sólo se conserva el templo con sus bellos retablos barrocos.
Esta última ampliación de la casa, en la que se le construyó una escalera y un segundo piso, le dio la hermosa fisonomía que conserva hasta la fecha. Debajo del comedor sobreviven los vestigios del antiguo canal, por lo que se le conoce como Casa de la Acequia. En el siglo XX la mansión se tornó en vecindad hasta los años 80, en que se le restauró para dedicarla a fines culturales. Hasta hace poco fue la sede del Ateneo Español, que crearon los refugiados españoles que buscaron asilo en México, tras la derrota de la República a manos del franquismo. Durante muchos años la noble institución organizó aquí innumerables festejos culturales y fue un grato sitio de encuentro entre españoles y mexicanos que compartían ideales e intereses.
Ahora nuevamente recupera su vocación como centro cultural, con una exposición cuyo tema es La piel, en la que participan 15 artistas que muestran originales obras de arte inspiradas en ese sugerente motivo, muchas excelentes. Algunos de ellos: Franco Aceves Humana, Fernando García Correa, Álvaro Castillo, Santiago Merino, Héctor Velázquez, Martha María Pérez y Jens Kull. Es fascinante ver el maravilloso contraste que brinda la bella arquitectura barroca con las manifestaciones artísticas contempóraneas. Le recomiendo visitarla, va a estar hasta el 15 de abril.
La bella casona se encuentra en Isabel la Católica 97, a una cuadra de Coox-Hanal, que ocupa el segundo piso, del número 83 de la calle. El sencillo y luminoso establecimiento ofrece desde hace más de medio siglo, ricuras de la excelsa cocina yucateca: sopa de lima, cochinita pibil, papadzules, queso relleno, panuchos y poc-chuc. El acompañamiento, desde luego, una cerveza Montejo.