uando decimos de alguien que es muy diplomática(o)
, normalmente evocamos la capacidad de esa persona para tratar temas difíciles en forma suave, que logra evadir el conflicto. Es posible que su modo sea cortés, aunque indirecto, que se guarde en el corazón sus verdaderas opiniones antes que exponerlas abiertamente, o que las exprese de tal manera disimuladas por circunlocuciones y perífrasis que no se le entienda nada. Lo que importa es evitar la confrontación. Por esa razón, para muchos es más que tenue la línea entre la hipocresía y un comportamiento diplomático
.
Este estilo puede ser muy irritante cuando no se trata de profesionales de la diplomacia; pero el funcionario de política exterior será un desbocado si no respeta la etiqueta y emite libremente sus opiniones sobre el país de destino ahí mismo. Así lo hizo John Gavin, embajador en México del presidente estadunidense Ronald Reagan en los años 80, y así se ganó la hostilidad del gobierno de Miguel de la Madrid y de amplios sectores de opinión que le reprocharon las críticas que hacía repetidamente al sistema político, que en ese momento abonaban los avances del PAN en el norte del país. No faltó quien pidiera su expulsión por injerencista y grosero; pero el costo para el presidente mexicano habría sido elevado, porque Reagan se habría negado a retirarlo, y el presidente mexicano hubiera tenido que apechugar el desaire. Así que mal haría uno en esperar opiniones francas
, cara a cara, de quienes se dedican a cultivar buenas relaciones entre los países, pues su función no consiste en decirnos cómo nos ven, sino en hacernos creer que nos ven como nosotros queremos que nos vean. Así hablamos más con él o ella, le damos más información, le contamos las historias que circulan por ahí, y le ayudamos a hacer su trabajo.
De un diplomático en funciones se espera que oculte de sus anfitriones la opinión que le merecen, porque no es necesariamente buena –es más, la probabilidad de que sea ofensiva es alta; ¿y cuál es la necesidad de ofender?–. Ahora bien, el diplomático está comprometido a transmitir su honesta opinión sobre el país a las autoridades del gobierno que representa. ¿Habría que reprocharle que haga su trabajo? Todo esto viene a cuento por la muy desafortunada petición que hizo el presidente Calderón a Washington, para que removiera al embajador Carlos Pascual, a raíz de que los documentos de Wikileaks revelaron sus pareceres acerca de algunos funcionarios, y su evaluación de la política de combate al narcotráfico. A menos de que se haya tratado de una finta dirigida a la opinión pública mexicana, que vería en la petición a un gobierno defensor de nuestro honor, la solicitud de remoción –que han reiterado los senadores– no tiene ningún sentido, y parece fundada en la ignorancia del arte de la diplomacia.
No hay más que asomarse a los archivos de los ministerios de relaciones exteriores de cualquier país para entender que la labor de quienes trabajan en una embajada es formarse opiniones a propósito de funcionarios, políticos, empresarios, intelectuales, acontecimientos, políticas de gobierno, y todo cuanto sea pertinente para que con base en esa información, sus superiores, los responsables de la política exterior, decidan qué hacer. No es raro que las opiniones sean negativas. Puede ser también que los reportes sean pobres, que estén sesgados o que resulten de plano equivocados; pero el embajador que los elabora no está traicionando la confianza de nadie. Simplemente está haciendo su trabajo. Y si hizo olvidar a sus interlocutores que él representa a un país cuyos intereses contradicen a los locales, ese es un problema de sus interlocutores y una victoria del embajador. Por ejemplo, en 1945 un reporte del embajador de Estados Unidos, George Messersmith, describía al entonces secretario de Relaciones Exteriores, Francisco Castillo Nájera, como un histérico
; y el embajador Bateman de Gran Bretaña se refirió a él como indolente
. ¿Se hubiera justificado solicitar la remoción? De ninguna manera, como tampoco se justifica el rencor del presidente Calderón hacia el embajador Pascual.
No cuesta mucho trabajo imaginar reportes similares de la embajada cubana, de la soviética en su tiempo y, desde luego, esperamos que los embajadores mexicanos también hagan su trabajo, porque si los estadunidenses eso dicen de nosotros, nosotros de ellos también tenemos mucho que decir.
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