a Alameda Central, el parque más antiguo de América, desde su creación en el siglo XVI ha sido testigo de innumerables hechos históricos. Fue la inspiración para que Diego Rivera pintara una de sus obras mas significativas y encantadoras, el mural: Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. Obra que le encargaron en 1947 para el Hotel del Prado, que se estaba construyendo en la avenida Juárez, enfrente de la Alameda. El hotel sufrió daños con el temblor de 1985, por lo que el mural se trasladó a un pequeño museo a un costado del añejo parque, en donde se le puede visitar.
Con la pena de que en la actualidad Rivera difícilmente se podría inspirar un domingo en la Alameda, ya que está totalmente invadida de puestos que venden mercancía pirata, lectura de tarot, amplia oferta de comida chatarra y fritangas cocinadas en aceite negruzco que huele a mobiloil, todo en las peores condiciones higiénicas. El pavimento está roto y la jardinería descuidada.
Tremendo contraste con el pulcro y grato aspecto de las calles del otro lado de San Juan de Letrán (Eje Central), como Madero, Cinco de Mayo, Regina y demás, que hacen evocar ciudades como Roma y Portugal. Y haciendo evocaciones, recordemos un poco de la historia de la Alameda: el sitio fue creación del virrey Luis de Velazco, quien el 11 de enero de 1592 ordenó que se hiciera una alameda para que se pusiese en ella una fuente y árboles, que sirviesen de ornato a la ciudad y de recreación a sus vecinos
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Se eligió un sitio a las afueras de la ciudad, hacia el poniente, donde se consideraba que había el mejor clima. La obra la realizó el alarife Cristóbal Carballo, en una planta originalmente cuadrada. Se llamó alameda porque en un principio sólo se le sembraron álamos.
Colindaba en sus costados oriente y poniente con dos plazuelas: la de Santa Isabel, que tomaba el nombre del convento adjunto, donde actualmente se encuentra el palacio de Bellas Artes, y la de San Diego, junto al quemadero de la Santa Inquisición. El lado norte daba a la importante calzada de Tlacopan, acceso a la ciudad desde la época prehispánica. Por ahí corría un acueducto que terminaba en una soberbia fuente conocida como de La Mariscala, por la mansión situada enfrente. A lo largo de esa calzada se hallaba otra plaza primorosa, que aún subsiste, con las iglesias de la Santa Veracruz y de San Juan de Dios, esta última con un hermoso edificio adjunto que alojaba un hospital, hoy el museo Franz Mayer.
A lo largo de sus más de 500 años, la Alameda ha tenido múltiples arreglos y modificaciones. En 1769 se duplicó su tamaño, al ser incorporadas las plazuelas laterales Desde entonces es de forma rectangular, con los lados mayores –norte y el sur– de 513 metros, y los menores, de 259.
Durante los gobiernos del extraordinario virrey conde de Revillagigedo y de Antonio María de Bucareli se le colocaron fuentes adornadas con esculturas inspiradas en temas mitológicos y se instaló iluminación con farolas que usaban trementina.
Durante el siglo XX sus fuentes fueron reconstruidas: la central, que se conserva hasta la fecha, es de 1853. En ese tiempo se instalaron mecheros de gas y en 1892 se realizó una concurrida ceremonia para inaugurar la iluminación eléctrica.
En 1905 se colocó el quiosco morisco, que extrañamente representó a México en la exposición internacional de San Luis Missouri, y que actualmente se encuentra en la Alameda de la colonia Santa María la Ribera. En el sitio que ocupaba se levantó el hemiciclo en honor de don Benito Juárez.
Y ya que andamos en el rumbo crucemos la avenida Juárez para ingresar al Hotel Hilton, en donde se encuentra el restaurante El Cardenal, para darnos un agazajo de excelente comida mexicana. Como es temprano vamos a almorzar, iniciando con un concha recién horneada y chocolate espumoso. Después unos huevos ahogados con rajas en caldo de frijol, o, no sé, quizá los huevos revueltos con flor de maguey y un jugo de mango fresco.
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