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a perspectiva corta predomina en los análisis económicos enfocados al comportamiento del mercado. Pero estos tienen una vinculación con los cambios de más largo plazo que están sembrados –e incluso algunos de ellos maduran ya– en el terreno social a lo largo del mundo.
Tender los lazos entre ambos modos de pensar los fenómenos económicos y su entramado político es una tarea clave. Aunque esto no signifique que los arreglos prevalecientes hoy en las sociedades lleven necesariamente a acomodos duraderos que aminoren las fricciones en la asignación de los recursos y en la generación y la distribución del producto.
México es un buen referente de este desacomodo. Muchos analistas mantienen que las condiciones económicas son bastante favorables. La producción crece, las tasas de interés y el tipo de cambio son estables, y las finanzas públicas están bien administradas, es decir, que no se prevé que por ese lado surja una nueva crisis.
Esto, sin embargo, se combina con el reconocimiento de que la economía ha crecido poco, igual que la productividad total, en un periodo ya muy largo y que cualquier expansión depende esencialmente de la situación de la demanda en Estados Unidos. Así que todas las virtudes antes señaladas aparecen en un entorno bastante contradictorio para considerar el carácter y las consecuencias de las políticas públicas. Se admite que no hay un motor interno que mueva de modo suficiente este mercado.
De esto se desprende que para establecer los escenarios posibles del desempeño de esta economía, digamos en los siguientes cinco años, uno de los factores relevantes es cómo se dé la transición en los ajustes de la economía de Estados Unidos provocados por la crisis de 2008.
Esta cuestión está aún abierta a diversas consideraciones que no sólo involucran las acciones de la Reserva Federal en materia monetaria, o las del Tesoro en cuanto a la gestión de la enorme deuda pública que se ha acumulado en ese país.
Tienen que ver también con las disputas políticas entre la ramas del Ejecutivo y del Congreso y con las decisiones a escala estatal, como ha sido el caso, por ejemplo, de las medidas para limitar los derechos de los sindicatos públicos en el estado de Wisconsin.
Todas estas cuestiones son las que han ido apuntando a lo que se ha llamado la instalación de una nueva situación de normalidad cuyos rasgos son aún bastante inciertos, aunque innegables.
Por eso, la sugerencia de que estaríamos entrando en un nuevo ciclo de expansión tiene necesariamente que calificarse en cuanto a que, de darse, sería de naturaleza muy distinta a la que caracterizó el desenvolvimiento de la economía global desde la década de 1990. Sus efectos sociales también lo serán, como ya está ocurriendo en el curso de la crisis financiera más reciente.
Así que los elementos de corto plazo que ocupan los análisis más convencionales incluyen: los niveles y movimientos de los precios, incluidas por supuesto las tasas de interés y los tipos de cambio; la magnitud y la dirección de las corrientes de los capitales; la gestión de las deudas públicas y privadas; la situación de los bancos y las reglas que se apliquen a sus operaciones, o bien, las presiones inflacionarias que provienen de diversas fuentes, ya sean financieras o derivadas de los precios de alimentos y materias primas.
Pero esto no sucede en el vacío sino que responden a los factores de tipo estructural que ya están instalados en el funcionamiento de las economías y en el entorno global, y se acomodan (o desacomodan) en ese ambiente.
La deuda pública, sobre todo en las economías más ricas, es ya un asunto estructural; la producción y la demanda de alimentos y materias primas lo es también; la dependencia del petróleo no se ha alterado de modo significativo y dadas las convulsiones políticas en los países productores, los precios son de nuevo una variable relevante. ¿Aguantará la economía mundial precios de 125 dólares por barril? El terremoto en Japón abre de nuevo los cuestionamientos acerca de la energía nuclear.
Y además de estos cuestionamientos están otros asuntos que parecen insuficientemente considerados en los escenarios de corto plazo que se ofrecen. Uno, y decisivo, es el demográfico. Los cambios en el tamaño y la participación por edades de la población en prácticamente todas partes son muy grandes y ya están ocurriendo.
Ahí está el problema de las pensiones plasmado de modo pleno y con todas las consideraciones que le rodean, desde la generación de empleos para reponer los fondos, hasta los cambios en los patrones de consumo e inversión que están ocurriendo.
De este asunto se derivan alteraciones y fricciones en los acuerdos sociales que se habían pactado hace ya varias generaciones, y que hoy no se sostienen pues no hay los recursos para validarlos. Los conflictos desatados al respecto en España y otros países europeos son sólo una muestra de lo que esto entraña.
Las revueltas populares en los países árabes están ligadas a esta transformación generacional y el cambio en las expectativas de la población más joven. Aquí tampoco podrá ya prevalecer la vieja norma y está apenas apareciendo lo que puede ser un nuevo estado normal. En Lisboa, hace unos días, una protesta de jóvenes expresaba la frustración por la falta de oportunidades y la estrechez de horizontes en los márgenes de la misma y relativamente opulenta Unión Europea. Son fenómenos con rasgos distintos, ciertamente, pero no son esencialmente diferentes.