s el décimo aniversario de la Marcha del Color de la Tierra. Hemos de recordar esa proeza de los pueblos indios y su desembocadura: el vergonzoso desaguisado de las clases políticas que hizo evidente su condición. A lo largo de la década los zapatistas se afianzaron en su territorio y resistieron todo género de agresiones. Hoy, de nuevo, exigen nuestra atención. Invitan al diálogo y la reflexión crítica, por medio de una correspondencia pública con el filósofo Luis Villoro.
¿Por qué don Luis? No se trata ya, o no solamente, de rendir de nuevo homenaje a un hombre excepcional. Don Luis encarna, como pocas personas, los temas que los zapatistas nos proponen examinar: los temas apartados de la atención cotidiana, los que no se tocan, los que se ocultan.
Villoro es una expresión viva de la relación entre ética y política. En el calendario de arriba, cuando lo único que importa es la componenda pragmática para la fecha electoral, traer la ética al centro del debate y de la vida social puede ser una intromisión inaceptable, una distracción que desvía del propósito, algo fuera de momento y de lugar. Don Luis escribió, según cita el sup: La ética crítica empieza cuando el sujeto se distancia de las formas de moralidad existentes y se pregunta por la validez de sus reglas y comportamientos. Puede percatarse de que la moralidad social no cumple las virtudes que proclama
.
La discusión con don Luis que empieza en la reciente carta del sup exige andar con cuidado, sopesar rigurosamente las palabras, las ideas, porque las estamos teniendo en un terreno tan minado como la realidad a que se nos ha llevado, erizada de minas que estallan al menor descuido.
El sup sigue a don Luis para mostrar cómo la filosofía puede tomar el lugar de la religión a fin de justificar la dominación y la barbarie, dándoles un fin aceptable, y cómo los medios toman ahora el lugar de la filosofía en esa función. Por medio de visiotipos, como los llamó Uwe Porksen –esas formas elementales de interacción social que, a la inversa de las palabras, no permiten formular una frase ni pensar–, los medios nos educan en la aceptación insensata de la guerra. El dispositivo llegó probablemente a su plenitud durante la guerra del Golfo, cuando las imágenes revelaron a la gente su perfecta impotencia y su adicción subordinada a las pantallas donde las vieron. Se emplea ahora esa técnica, cada vez más depurada, para acostumbrarnos cotidianamente a la guerra que con diversos pretextos se libra contra nosotros, destroza nuestro territorio físico y social, y deshila el tejido que nos hace ser lo que somos para luego reconstruirnos de otro modo.
Esta educación mediática nos instala en la vieja propuesta hobessiana: Protego ergo obligo. La protección que supuestamente se nos brinda exige obediencia. La protección nuclear
fue un oxímoron que se hizo clásico: llegó a aceptarse que la amenaza a nuestra supervivencia que planteaba la energía nuclear, la más grave de la historia de la humanidad, era en realidad una sombrilla protectora. Encaja en esa tradición el discurso cotidiano conforme al cual debemos aceptar la más violenta de las inseguridades, la incertidumbre brutal que encierra en sus casas a un número creciente de mexicanos que ni siquiera ahí encuentran ya refugio confiable, porque tiene por objeto protegernos. Y este atropello a la sensatez tan intrínsecamente insoportable se combina hoy con el que nos exige aceptarlo pasivamente… porque toda la energía debe ponerse en el 2012.
De esta guerra
, le escribió el sup a don Luis, “no sólo van a resultar miles de muertos… y jugosas ganancias económicas. También y sobre todo va a resultar una nación destruida, despoblada, rota irremediablemente… Y mientras todo se derrumba nos dicen que lo importante es analizar los resultados electorales, las tendencias, las posibilidades. Llaman a aguantar hasta que sea el momento de tachar la boleta electoral. Y de vuelta a esperar que todo se arregle y se vuelva a levantar el frágil castillo de naipes de la clase política mexicana”.
Hace 15 días, en este espacio, señalaba que en medio de riñas interminables y circos mediáticos, atrapadas en su callejón, las clases políticas siguen desgarrando el tejido social y destruyendo a la naturaleza hasta socavar las bases mismas de la supervivencia. Ese callejón no tiene salida. Es inútil, profundamente inmoral, seguir buscándosela. Tenemos que salir de él. Y eso exige, ante todo, plantarnos seriamente en la reflexión, en la crítica, en la ética. Siguiendo las huellas de don Luis.