demás de ser una estupenda plataforma para la promoción del cine nacional y el iberoamericano, el Festival Internacional de Cine en Guadalajara es, a la par de los certámenes de Morelia, Guanajuato o Monterrey, un barómetro ideal para calibrar de modo consistente la vigencia y calidad de narrativas y géneros fílmicos, los aciertos o inercias expresivas de los guionistas, la consolidación de trayectorias artísticas y la emergencia de talentos prometedores.
Los festivales fílmicos confirman o desmienten también los juicios, apresurados o razonados, que a lo largo del año la prensa especializada emite sobre la creación local que llega a la cartelera comercial y a los circuitos alternativos, o la que se limita a una distribución mercantil o informal en video. En pocos días de festival se valoran y contrastan las propuestas más diversas del cine mexicano de ficción y de documental, así como híbridos muy interesantes, y se comparan favorable o desventajosamente con lo que se produce en el resto de los países iberoamericanos. Una primera conclusión –detectable en las respuestas del público, afianzada por la premiación final– es que el documental goza en México y en varios países iberoamericanos de una salud muy envidiable. A tal punto es esto cierto que incluso las principales ficciones premiadas (Postmortem, del chileno Pablo Larrain; El premio, de la argentina Paula Markovitch) tienen sustento en una realidad política, muestran un tinte documental y un referente autobiográfico. No es azar tampoco que la cinta más sobresaliente en una sección de competencia, Nostalgia de la luz, del chileno Patricio Guzmán (La batalla de Chile, Salvador Allende), obtuviera el premio de mejor documental iberoamericano.
Con su emotivo rescate de la memoria histórica, plasmado en imágenes de gran poderío plástico, los cineastas de Chile y Argentina no sólo han conquistado los mejores premios del festival; también señalaron, por contraste, los grandes rezagos que en materia de exploración temática y realización artística acusa un cine de ficción paralizado en fórmulas narrativas muy rutinarias, carentes incluso de atractivo comercial. El mejor cine mexicano en Guadalajara fue, de nueva cuenta, el documental, como muestran los registros puntuales de la realidad histórica salvadoreña en las cintas de Everardo González (El cielo abierto) y de Tatiana Huezo Sánchez (El lugar más pequeño), o la denuncia valerosa que hace Alejandra Sánchez en Agnus dei del abuso sexual que comete un sacerdote mexicano contra un niño de 11 años, delito hasta la fecha impune. El testimonio de la propia víctima, ya adulta, es aplastante, y su ilustración tan gráfica que posiblemente será objeto de una controversia similar a la de Presunto culpable. Otra cinta documental, centrada en los comicios electorales de 2006, es 0.56%, de Lorenzo Hagerman, crónica muy ágil de una contienda política que dividió perdurablemente al país entero, pero sobre todo es un agudo señalamiento de los efectos de una guerra sucia que propició el envilecimiento moral de una buena parte de la sociedad civil que hasta la fecha justifica la necesidad del desaseo electoral. La película ganadora en esta categoría, Morir de pie, de Jacaranda Correa, es el retrato fascinante de Irina, mujer transexual nacida en un cuerpo de hombre, casada en dos ocasiones, primero como hombre, luego como mujer, con Nélida, su compañera actual. Irina, quien padece una neuropatía generalizada que la mantiene en silla de ruedas, encarna en este documental una apabullante victoria moral sobre la intolerancia y la discriminación social. El vigor actual del documental mexicano se explica, en parte, por las novedosas estrategias de producción y difusión que ha sabido conquistar en los últimos años (la iniciativa Ambulante, gira de documentales, es al respecto, la contribución más elocuente). También se entiende por la necesidad de muchos espectadores de ver reflejada en el cine una realidad social muy dramática y cambiante, de la que los filmes de ficción han venido ofreciendo, con muy pocas excepciones, reflejos tibios o distorsionados, cuando no tristemente paródicos o complacientes. Mientras el cine de ficción se repite y desgasta fatigosamente (Flor de fango, El efecto tequila, Reacciones adversas, Lluvia de luna, por mencionar sólo algunas cintas prescindibles), el documental no deja de renovar y diversificar sus propuestas, con altibajos ciertamente, pero sin pusilanimidad ni escapismos, despojado también de esa pálida convicción de que sin una vocación de entretenimiento no hay futuro fílmico posible en México.