oticia escueta, información sin adjetivos. Omar Estrada, El Kilo, es presentado junto con un grupo, la mayoría jóvenes de 18 años, acusados de ser los responsables de más de 177 muertes en San Fernando, Tamaulipas, ruta inevitable de migrantes rumbo a la frontera norte. Las informaciones señalan a más de 64 detenidos vinculados a estos homicidios y una cadena de delitos, como robo, secuestro, extorsión, posesión de armas y drogas ilegales. La noticia perfecta, exacta, dando cuenta del hecho, gracias a la automordaza suscrita por los más de 700 medios convocados por Iniciativa México, el proyecto filantrópico mayor de los poderes fácticos.
En los días posteriores, se mantiene la nota sin variantes, tanto en medios electrónicos como de prensa escrita, sin añadir nada que propicie interpretaciones. El gobierno de México, los captores, el aparato judicial, no tienen ninguna opinión al respecto. Los 177 migrantes asesinados lo fueron por El Kilo y su banda, vinculados a Los Zetas. El Kilo será arraigado por 40 días y se hace un llamado a quien busque familiares desaparecidos para que asista y proporcione datos a fin de identificar cadáveres. Todo en un tono administrativo y sin emociones.
La pregunta es: ¿qué motivó a El Kilo, su grupo y cómplices para bajar de autobuses de línea y asesinar a 177 hombres y mujeres pobres, dolorosamente arriesgados y separados de sus países, sus familias y amigos para buscar un empleo a cientos y miles de kilómetros de sus lugares de origen? ¿Cuál era el motivo? ¿Odio racial?, ¿negocio?, ¿reclutamiento?
Históricamente el contexto no puede dejarse de lado; sería un atentado adicional al entendimiento. San Fernando se hizo fama en el mundo cuando aparecieron ejecutados, sin enterrar, en un bodegón, 72 cuerpos de migrantes centroamericanos y sudamericanos en tránsito hacia la frontera norte. Se sabía e incluso acababa de presentarse una película producida y dirigida por Diego Luna sobre La Bestia, los trenes de carga donde se transportan masivamente los migrantes ilegales por territorio mexicano. Se sabía, como un rumor cada vez más fuerte, que las policías locales, federales y de Migración en México trataban a los migrantes provenientes del sur y otros países peor de como la migra estadunidense trata a los ilegales en su territorio.
La clase política, los organismos de derechos humanos, los legisladores en concreto, las campañas electorales, los partidos y las disputas prefirieron no voltear hacia allá y, a manera de coartada, levantaron voces y discursos de indignación frente a las legislaciones racistas como la ley SB 1070 de Arizona, que criminaliza a los indocumentados y sus familiares que los transportan. Allá miles se movilizaron e incluso el gobierno de Barack Obama se opuso a su aprobación, mientras, ya polarizados y estimulados por su gobernadora ultraconservadora y republicana, otros residentes apoyaban a sus alguaciles y sheriffs contra la migración.
El gobierno mexicano elevó protestas y movió a la embajada y consulados contra el maltrato a nuestros trabajadores indocumentados y contra lo que sería un punto de partida de una visión típica en Estados Unidos, que responsabiliza a los migrantes de sus males.
A lo largo de 2010 y en el contexto de nuestro bicentenario y centenario, la lucha contra la pretensión en Arizona contribuyó a levantar el sentimiento oficialista por los festejos, pues sólo a principios de 2011 lo sucedido en San Fernando, Tamaulipas, dejó sin sustento nuestras protestas. Los sheriffs de Arizona; los racistas de Texas, ya no tuvieron que hacer nada en su territorio: en México Los Zetas, como mano invisible de la migra estadunidense, hacían el trabajo sucio, ejecuciones masivas, terror, un nuevo Ku Klux Klan sin capuchas. Estados Unidos vende las armas y las bandas mexicanas asesinan a los migrantes. ¡El crimen perfecto! ¡Y sin acusaciones de violar derechos humanos! De la misma manera que a finales del siglo XIX, los mexicanos exterminaban indios apaches, mientras Estados Unidos definía la frontera.
El descubrimiento en San Fernando de fosas con nuevos cuerpos encontrados (en total 177), más el silencio de las empresas de transporte y decenas de maletas abandonadas en la terminal de Matamoros, obligan a pensar en una operación de la magnitud de Rápido y furioso o de contratos con criminales en México para convertir el territorio nacional en un símbolo contra la migración latinoamericana, sirviendo de muro de contención mediante el terror y no la simple criminalización legislativa.
¿Cuántos muertos? ¿Cuántos desaparecidos? ¿Cuánta complicidad de los gobiernos contra el mundo silente de los migrantes? México, simplemente, pasó de ser el hermano fraternal latinoamericano a sinónimo del terror y la claudicación de principios.
A manera de copia de la era de George W. Bush, Felipe Calderón presiente el final de su gobierno y cubre su retirada, haciendo legal lo que ha hecho ilegalmente. En toda nuestra clase política esto se convirtió en costumbrismo.
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