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Wojtyla: contexto de una beatificación
C

on el proceso de beatificación de Juan Pablo II, que se consuma hoy con una ceremonia masiva en la Basílica de San Pedro, el Vaticano ha intensificado una maniobra política para restañar la imagen de un pontificado –el tercero más largo de la historia– lleno de claroscuros.

Más allá de las controversias sobre las supuestas irregularidades en el proceso de beatificación –desde los cuestionamientos a la autenticidad del milagro que se le atribuye al religioso polaco hasta la contravención de las normas y los tiempos dictados por el derecho canónico–, el hecho ocurre en un momento de aguda crítica a los cerca de 27 años que Karol Wojtyla permaneció en la silla papal.

Un detonante principal de esos señalamientos es la salida a la luz pública de la injustificable red de complicidades y encubrimientos, desde Roma hasta parroquias remotas, para proteger a los numerosos curas acusados de abusos sexuales contra menores de edad y mujeres. Particularmente grave es la omisión cómplice del hoy beato a las denuncias contra el pederasta Marcial Maciel, fundador de la Legión de Cristo: a pesar de que el propio Wojtyla y su sucesor, Joseph Ratzinger, tuvieron información sólida acerca de los delitos cometidos por el párroco michoacano, el papado del primero concluyó sin la menor sanción al respecto, y el del segundo se inauguró con la imposición de un castigo tan obsequioso e indulgente como la suspensión a divinis y el retiro a una vida de oración y penitencia. Con ello, el Vaticano no sólo acentuó el daño a las víctimas de Maciel, sino que dio margen para la comisión de otros abusos sexuales contra menores en el seno de la Iglesia.

A esa complicidad con prácticas criminales debe agregarse el conjunto de posturas cavernarias mantenidas por el papado de Wojtyla ante temas como los derechos reproductivos, las conquistas logradas por las mujeres durante el pasado siglo, las luchas de las minorías sexuales por remontar la discriminación, la homofobia y los prejuicios; su oposición al uso de preservativos –incluso en el combate de enfermedades de transmisión sexual–, y en general, su rechazo a prácticamente cualquier indicio de modernización y apertura sociales.

Por añadidura, a contrapelo de los postulados de justicia social del Concilio Vaticano II, el obsesivo anticomunismo de Karol Wojtyla lo llevó a cerrar filas con la embestida conservadora de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Mientras el pontífice polaco perseguía y hostigaba en forma arbitraria a los curas y teólogos de la liberación que aplicaban con fidelidad entre los pobres las enseñanzas de Cristo, departía en el Vaticano con Augusto Pinochet y otros autócratas militares o civiles.

Hoy, sin el carisma personal de Karol Wojtyla y sin las estrategias de promoción mediática y mercadológica que dotaron a éste de enorme popularidad, Joseph Ratzinger tiene ante sí el reto de conducir una Iglesia católica en profunda crisis y desprestigio mundial, provocados, en buena medida, por las inconsecuencias y omisiones de su antecesor. Ciertamente, la curia romana no ignora los riesgos de esta circunstancia, y acaso ello explique la premura por colocar a Juan Pablo II en el escalón previo a la santidad; por revivir el espíritu de la papamanía multitudinaria que lo acompañó en sus numerosos viajes y por exaltar, de esa forma, un pontificado repleto de zonas oscuras, a efecto de que el actual pueda asumirse como su heredero y continuador.

Para las autoridades vaticanas, tal apuesta podrá resultar conveniente en lo inmediato, pero difícilmente ayudará a la Iglesia a recuperar su credibilidad y su prestigio: para ello es necesario que la jerarquía vaticana emprenda un proceso de modernización, apertura y autocrítica que la adecue a la realidad del mundo contemporáneo; que demuestre la sensibilidad que hasta ahora le ha faltado para acompañar a los menos favorecidos de sus fieles en sus sufrimientos, en su pobreza, en sus demandas de paz, democracia y vida digna; que sea capaz de evolucionar hacia la tolerancia, el respeto a las diferencias y la pluralidad, y que muestre un apego irrestricto a la legalidad y un sentido elemental de justicia.