lgunos datos sobre la dirección del PCC: sobre los 115 miembros del Comité Central, 78 eran ya dirigentes nacionales y 18 provienen de las Fuerzas Armadas y del Minint (Ministerio del Interior); 20 eran ya dirigentes provinciales y ocho dirigentes municipales; dos son rectores de universidades y sólo siete trabajan en la producción y en los servicios. Entre los 15 miembros del Buró Político (la casi totalidad varones) el promedio de edad oscila cerca de los setenta años, hay una sola mujer y no hay jóvenes de menos de 45. En las vicepresidencias de los comités estatales o de gobierno, sobre ocho miembros sólo uno es mujer. En el secretariado del Comité Central (CC), sobre cuatro miembros hay uno de sexo femenino; entre los primeros secretarios provinciales hay dos mujeres sobre 10; entre los primeros secretarios municipales hay seis mujeres sobre seis. Entre los jefes de departamento del Estado o del partido, las mujeres son cuatro sobre nueve, y entre los ministros, dos sobre ocho. Entre los miembros del CC ocho son generales de ejército, 12 generales de división y sólo dos rectores universitarios (un hombre y una mujer, responsable de la educación física).
Se puede decir pues, por la composición del CC, que es una dirección de burócratas militares, burócratas estatales, burócratas de la cultura que superan la media edad y que están mechados por unos pocos tecnócratas más jóvenes y del aparato estatal y partidario que cuenta con poquísimas mujeres y jóvenes.
Como planteé en un artículo anterior, en el congreso el sector más eficaz y productivo de la burocracia (el militar) impuso sus reglas sobre el más conservador y dogmático –el de la burocracia partidaria– y lo subordinó al funcionamiento estatal, que el primer sector asegura en nombre de la eficiencia y del cambio burocrático de la burocracia.
Lo importante, sin embargo, es que la amplia discusión popular sobre el proyecto presentado desde las cumbres del sistema, aunque tuvo que hacerse sobre algo ya cocinado y en vía de ejecución, de todas maneras sirvió para dar una vía deformada de expresión a las inquietudes populares (y para que el aparato las sondeara directamente).
Esas discusiones, por ejemplo, hicieron desaparecer algunos de los aspectos más aberrantes del proyecto, como la creación de zonas especiales con plena libertad para el capital, a la china, o los insultantes clubes de golf en un país con poco agua y escasez de viviendas populares, o la propuesta de permitir que los empresarios recurran a mano de obra asalariada (como en cualquier país capitalista). En esa discusión hubo propuestas de mantener la libreta como instrumento estatal para el control de los precios y no fue abolida de inmediato, sino que lo será gradualmente. Esta es otra expresión de la inquietud popular, ya que la libreta fue presentada como ejemplo claro de un llamado igualitarismo nocivo, muy arraigado en el imaginario colectivo, que se niega a aceptar como si fuese ética la distribución por el mercado, según el dinero de los compradores, y también la caridad estatal para los más pobres.
El congreso, según la experiencia cubana, ni siquiera consideró que la participación de los trabajadores sea un elemento político y económico decisivo. No se habló de presupuestos participativos, resultados de la libre discusión de los trabajadores. No se habló de cómo organizar la autogestión, que aumentaría sin duda la productividad y daría rienda suelta a la creatividad y al ahorro de materiales que se deben importar y entre los contratos de diverso tipo, exigidos como reguladores; ni se habló de dar vida a los contratos de trabajo con las empresas o el Estado firmados por sindicatos democratizados y con participación consciente en la producción. Se siguió hablando, en cambio, de combinar la planificación
con el mercado
cuando este último, por definición, es incontrolable por ser mundial y caótico y, por consiguiente, no es posible planificarlo sino, a lo sumo, establecer algunos laxos planes sectoriales y controlarlos mediante el sistema de prueba, error y corrección.
No hubo una discusión seria sobre en cuál contexto mundial (económico, político, ecológico) deberán aplicarse las resoluciones del congreso. Tampoco hubo siquiera una referencia autocrítica al por qué, en el momento más difícil para la Revolución Cubana, el congreso se postergó durante nueve años. Ni tampoco sobre los errores del pasado cometidos, por otra parte, por los mismos dirigentes que ahora intentan una rectificación in extremis y en plena oscuridad teórica total.
¿A dónde irá Cuba sobre todo si siguen aumentando los alimentos importados y el petróleo? ¿A más capitalismo de Estado?, porque lo que el gobierno califica de empresas estatales socialistas
, basadas en el trabajo asalariado, no son más que empresas estatales y basta. ¿A una imposible y reaccionaria vía china
–libertad de mercado, millonarios socialistas
y partido único comunista
– como parece indicar el inmediato sostén de Beijing al gobierno cubano? ¿Los dogmáticos inmovilistas seguirán igual, con su represión y sus chicanas? ¿Para maniobrar un sistema chino
sin estar en China y en la pobreza no se cerrarán los espacios de discusión?
La clave de la situación está en manos de los trabajadores cubanos, hasta hoy convidados de piedra y objetos de las opciones que les llueven desde arriba. La falta de incentivos socialistas, de ideales y perspectivas revolucionarias causan, sin embargo, decepción, desmoralización y conducen a la búsqueda de salidas individuales en vez de llevar a la búsqueda de soluciones colectivas. El pragmatismo de arriba
debe ser contrarrestado por una discusión sobre los principios y sobre la historia misma del proceso revolucionario cubano. Los cheques en blanco llevan siempre a la quiebra.