El maestro de maestros, un homenaje imposible
n una posmodernidad con bodas del siglo XVIII, beatificaciones del XIX y alelamiento colectivo de siempre, los toreros poderosos, eficaces y dominadores de los tres tercios se morirían de hambre con la mansedumbre del actual toro para muleteros de posturas, no de hondura. Quizá por ello los taurinos fueron incapaces de aprovechar el alegre bicentenario y relacionarlo con la tradición tauromáquica del país o batallan al conmemorar el centenario de un genio de los ruedos.
Fermín Espinosa Saucedo, Armillita Chico, nació un miércoles 3 de mayo de 1911 en la ciudad de Saltillo, Coahuila, de donde su familia iría a radicar a San Luis Potosí cuando el futuro torero más poderoso y completo de la historia contaba con cuatro años de edad. De la capital potosina a la ciudad de México, seis años después para, transcurridos sólo otros tres, comenzar sus andanzas como becerrista e iniciar su agridulce e insuperado camino a la inmortalidad.
Ese apodo le venía al maestro por partida doble: por su padre, don Fermín, modesto banderillero a quien el mítico sevillano Ignacio Sánchez Mejías hiciera oportuno quite en la plaza de San Luis, y por su hermano Juan, matador de toros en retiro y deficiente apoderado de Fermín, pero excelente peón de brega que junto con su hermano Zenaido integraría la mejor mancuerna de subalternos de todos los tiempos.
Sobre este superdotado lidiador de reses bravas se ha escrito mucho, pero quizá lo que otorgue un rango excepcional a la trayectoria de Armillita, junto a sus portentosas cualidades como lidiador, sea la sencillez casi patológica que lo caracterizó y la espléndida modestia que lo sostuvo, en medio de la fama o inmerso en sus soledades, en los ruedos del mundo o en el patio de su casa.
Energía de razas, carácter sin alardes e interioridad torera casi inverosímil que en El maestro de maestros no conocieron los alardes ni supieron de poses o declaraciones estridentes. Al igual que su poderosa tauromaquia e insólita precocidad, su saber ser y saber estar dentro y fuera del ruedo, resultaron categóricos frente a los juicios apurados y las sucesivas figuras de aquí y de allá.
Como matador y a pesar de su deficiente administración, permaneció activo 20 temporadas completas, de 1928 a 1948, así como la de finales de 1927 y la de principios de 1949, totalizando 25 años de actividad torera, el triple que Joselito El Gallo, el más poderoso de España, y a quien sin complejos se le podría rebautizar como El Armillita español, para escándalo de mexhincados y propagadores de verdades colonizadas.
Sin haber cumplido 17 años Fermín tomó la alternativa española en Barcelona y desde entonces compitió y dio espectáculo en todas las plazas, con todos los alternantes y frente a todo tipo de toros, particularmente el fiero toro español de la preguerra civil, hasta que Marcial Lalanda y otros diestros tuvieron a bien correrlo de España en junio de 1936, en arbitraria medida calificada por Juan Belmonte como El boicot del miedo
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Desde entonces, la fiesta de los toros en España no se anda con cuentos y, a diferencia de nuestros postrados promotores taurinos, allá los empresarios se la piensan para abrir las puertas a los soñadores de gloria extranjeros, mientras aquí, con una dependencia disfrazada de internacionalismo, con arcas y brazos abiertos el acomplejado duopolio recibe periódicamente a diestros peninsulares buenos, regulares y malos para que enfrenten de luces novillotes despuntados. Por lo menos desde el 6 de septiembre de 1978 el maestro Fermín dejó de ver tantas indignidades.
Hartos discursos, homenajes y hasta un libro de sesudo investigador español habrá con motivo del centenario del maestro, cuando el único reconocimiento que su sapiencia aceptaría, hoy y siempre, es el respeto inexcusable a la bravura y dignidad animal del toro de lidia, ese con el que Armillita demostró su grandeza y la estatura ética del toreo. Lo demás es lo de menos.