l crepúsculo del ocaso, durante la primavera en París, ahonda la bóveda celeste, que pasa del azul cerúleo al lapislázuli, salpicada por el fulgor de estrellas visibles e invisibles.
Parece anunciar la resurrección más que la agonía. Cantan ahora los pájaros para despedir al día. La noche llega suave como una caricia envolvente: la luz se abriga entre los poros de una oscuridad transparente. De ella, surgen las formas, volúmenes espesos, colocados en el amplio patio circular de un edificio parisiense: las esculturas de Juan Soriano absorben los restos luminosos del día que reflejan centelleantes a su alrededor extendiendo su espacio.
Contiguo al inmueble de la Maison de l’Amérique Latine, forma parte de ésta, pero tiene su entrada por la calle de Saint-Dominique, diagonal que da sobre el bulevar Saint-Germain. En ese patio, se ha creado un espacio destinado a las exposiciones escultóricas.
Hace varios años se utilizó el vasto jardín trasero, rodeado de árboles centenarios, para exponer esculturas de Wifredo Lam, a quien se dedicó una retrospectiva. Si el resultado fue espléndido en lo que toca a la exposición, el del jardín fue desastroso: los visitantes no podían contemplar las obras sin caminar sobre el pasto, entre las plantas y arbustos lastimados por el numeroso público.
Diseminadas en la arena de este circo imaginario, marionetas dispuestas en la plaza por un azar voluntario, fieras adormecidas, las esculturas de Juan Soriano, inmóviles, parecen hibernar.
Saludo a Marek Keller, quien recibe a los invitados a la inauguración de esta muestra escultórica de Soriano en París. Sin él, sin sus cuidados, su lealtad y su profunda fe en la obra de Juan, muchas de estas esculturas acaso no existirían. No sólo existen ahora, sino que, su creador desaparecido, le sobreviven en un viaje semejante al de la luz a las estrellas muertas.
Cuando lo conocí en el taller de Bramsen, unos meses antes de su encuentro con Marek, Juan Soriano vivía en un hotelito cerca de la desafectada iglesia de La Madeleine. Gastaba el dinero a medida que lo ganaba. Su futuro, y a veces también su presente, era tan aleatorio como un juego de azar.
Algunas mañanas, antes de abrir los ojos, trataba de acordarme dónde diablos podía hallarme. Recordar qué hice la víspera. Fíjate, una vez me desperté sentado en una escalera de un edificio desconocido. Aún tenía la cara húmeda de tanto como debí haber llorado. Ve tú a saber por qué. Alguna babosada. Tardaba en abrir los ojos temiendo lo peor. Por fin, después de sentir el colchón bajo mi cuerpo, de palparme, de asegurarme que estaba completo, abría los ojos: estaba en mi recámara, sobre mi cama y, gran sorpresa, mi pantalón, mi saco, mi camisa estaban bien colocados en su lugar, mi cartera, las llaves, en una mesa, Y dentro de la cartera, el dinero exacto que debía quedarme. Esos temores del despertar se acabaron con Marek.
Escuchar a Juan era un regalo para la inteligencia: la ligereza de su espíritu le permitía pasar de la frivolidad a la reflexión. Sabía conducir el pensamiento de su interlocutor, entre risas, a consideraciones profundas que trataba sin el peso almidonado de la seriedad.
Me recargo en una escultura: contrahecha, abstracta, palpita. Sus esculturas se parecen a Juan: debo tener cuerpo de rico, porque debo hacerme trajes a mi medida, a Marek todo lo queda: tiene cuerpo de pobre
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Si la pintura de Soriano es narrativa, sus esculturas, a pesar de evocar a veces animales y seres alados, es silenciosa. En cada una de ellas, viven formas que se hacen y deshacen sin cesar. El salto fuera de la tela, donde respiran hombres y mujeres, le permitie desatar su fantasía en cuerpos nacidos de la inteligencia que es, dice Gorostiza, soledad en llamas/ que todo lo concibe sin crearlo
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Me pregunto qué es abstracto y qué figurativo cuando me pasa por la mente una tela de Juan: una iguana y una mujer se miran. La iguana se parece a Juna, la mujer a mí.