as intemperancias y veleidades del presidente Calderón y su partido, junto con el inaudito comportamiento del PRI y del PRD en el caso de Michoacán, llevan a preguntarse si no equivocamos la ruta del cambio político o, si se quiere, a la proverbial pregunta de Vargas Llosa sobre el momento en que nos jodimos. Como quiera vérsele, el hecho es que estamos metidos en una encrucijada del diablo, de la cual no nos va a salvar el más de lo mismo
que ofrecen los priístas encarrerados de Peña Nieto.
Prestarse a fintas vulgares sobre un estado de sitio no confesado
pero nada ficticio, como el que al parecer busca el presidente Calderón en Michoacán, tal vez para luego ensayarlo para todo el país en 2012, dice poco y mal de los partidos políticos nacionales y obliga a recordarles que, de acuerdo con la Constitución, son entidades de interés público y que, de acuerdo con el modo de su financiamiento, son también formaciones que se deben a la ciudadanía como servidores, como mandatarios y no como mandantes. De todo esto se han olvidado los políticos profesionales que encabezan a los partidos, pero su olvido no los disculpa, como tampoco excusa al IFE y al tribunal en su desmedida obsecuencia ante los poderes de hecho y su militante descuido de su función primordial y vital de ser órganos productores de la confianza ciudadana en los procesos de lucha, cambio y transmisión del poder constituido. Hoy, han pasado por encima de esta convención fundacional del pacto político fundamental del nuevo sistema y puesto en peligro la reproducción de la democracia y el pluralismo inaugurados hace 10 años, y echados a perder con curiosa alegría por sus principales usufructuarios: Vicente Fox y su partido de ocasión.
Quizás fue ahí donde empezó esta nueva tragedia mexicana. Cuando Fox quiso resolver por la vía rápida la sucesión presidencial, mandando al ostracismo a Andrés Manuel López Obrador, con sentencia penal de por medio, se desató una fiebre presidencialista dentro de la nueva coalición gobernante que, sin más, contagió al PAN y desnaturalizó sus principios y tradiciones, hasta despojarlo de sus contenidos más íntimos.
Luego vino el haiga sido como haiga sido
, la negativa de Calderón a hacer un recuento total de los votos, apoyada por la más inesperada cohorte de opiniones, y el arranque de un gobierno de hecho que buscó en los peores hechos, los de la violencia, los factores determinantes de una legitimidad cuestionada de origen.
Ahora todo se desvanece y confunde, sin poder ocultar el veredicto brutal: el Estado nacional se ve sitiado por una violencia ilegítima frente a la cual no hay legitimidad que pueda oponerse. Los exegetas pueden bramar con furia, pero el hecho total es la anomia que corroe las relaciones fundamentales que dan sentido al Estado nacional, a la producción y la distribución mala o buena de sus frutos.
Si Michoacán tanto asusta a los poderes mal constituidos del Estado nacional, lo menos que puede esperarse de ellos es franqueza y mínimo valor: que decreten el estado de excepción en el estado y nos preparen para lo que puede venir el año entrante.
Que los partidos de la oposición legal se presten a este juego no puede sino alarmarnos y llevarnos a reclamar una explicación detallada de sus actos, conjeturas, reflexiones. De otra forma estamos en la puerta de una traición política que, sin más trámite, puede devenir una traición a la patria.
Palabras fuertes, que ojalá y pronto pudiera probarse que son innecesarias. A esta hora me parecen obligadas.