ardamos años en instalar nuestra democracia y puede llevarnos sólo unos días ponerla contra la pared y acabar con ella. El uso de la justicia y del Ejército con propósitos políticos, un hecho casi flagrante, puesto de nuevo en circulación en estos días, amenaza con provocar una cascada de reacciones –sin fácil o previsible solución de continuidad– dentro del propio sistema político que emergió de las reformas de fin de siglo. Más bien, debemos temer que, de continuar por este sendero, el sistema se estrechará aún más y las distorsiones en las relaciones entre los actores políticos establecidos, definidos constitucionalmente, se tornen opacas y abiertamente rijosas, cuando no de plano (auto) destructivas.
El frágil mecanismo de relojería en que descansan la pluralidad política y la poliarquía alcanzadas gracias a los acuerdos entre los partidos y el gobierno puede verse dañado en cualquier recodo de la lucha por el poder, sobre todo cuando, como parece ocurrir ahora, esta lucha pierde el sentido de la realidad y convierte su desconocimiento en una virtud del eventual triunfador. Arrinconado el IFE, cuya estabilidad y funcionamiento han puesto en entredicho los partidos desde la Cámara de Diputados, y alejado el tribunal electoral de su misión, la producción de confianza, que era su función primordial, se desvanece y oxida y se deja la política democrática al garete.
En lugar de política democrática, se abren nuevos campos y ruedos de lucha que alejan el litigio de los cauces previstos y buscados por las reformas para dejar el lugar al enfrentamiento directo, justificado en la paranoia de los interlocutores, que además parece estimularse desde las cumbres del poder constituido. Con sus acciones y fintas, carentes de sustento claro en el discurso y la trama jurídica misma, el gobierno se aísla, pero su soledad no puede encapsularse: el autismo en política no tiene curso en solitario porque inevitablemente contamina a pares y súbditos, a las agencias decisivas con las cuales el Estado ejerce su monopolio legítimo de la violencia, a la ciudadanía y a las regiones donde habita y busca laborar. Pensar que en una circunstancia como la esbozada se puede echar mano de las técnicas convencionales de control de daños, postergar el ajuste para después del certamen estelar de julio de 2012, es algo más que una ingenuidad: es un error mayúsculo de cálculo y perspectiva de cuyos efectos terribles nadie quedará a salvo.
Las organizaciones de la sociedad civil ejercen su voz adolorida por la violencia criminal y la inseguridad rampante, pero no encuentran eco ni acomodo en las prácticas políticas formales que las dirigencias partidistas y gubernamentales insisten en presentar no sólo como adecuadas, sino como normales. Se trata de una disonancia mayor que en su propia evolución niega, desde el fondo, toda prensión de normalidad de la democracia tal y como nos la han dejado y, sin demasiadas mediaciones, pone en la picota la legitimidad lograda por el sistema político en su conjunto.
Los únicos términos a los que parecen dispuestos a recurrir los contendientes son los ajustes de cuentas, en caliente o como conjetura, así como a la más corrosiva compra y venta de protección que haya experimentado nuestra poco robusta democracia. El desgaste sufrido y el que viene no requieren de exageración alguna; Casandra anda, en nuestro caso, de vacaciones.
Urge devolver a la confrontación democrática su contenido sustancial de competencia entre pares con un fin claro y preciso: constituir buenos gobiernos y no mercados donde unos cuantos medran y a los más sólo les queda el recurso de la queja sin fin. Los partidos y los medios de comunicación masiva tienen en esta tarea un papel central que no puede dejar de señalarse, ni siquiera a la luz de su voluntarioso desafane de elementales deberes como entidades de interés público o beneficiarios de concesiones estatales de servicios públicos. Antes que aspirar a la competencia perfecta, de la que ahora todos hacen profesión de fe, lo que México requiere vitalmente es una cooperación política y social que no implique negar o mermar el proceso democrático, sino fortalecerlo. Y poco se hará en este sentido manteniendo en compartimentos estancos el reclamo cívico de las bases de la sociedad por un lado y, por otro, los procesos y mecanismos para tomar decisiones y adoptar normas de carácter y vinculación general.
No se puede jugar más con lo que tanto trabajo ha costado y tan decisivo se ha vuelto para recuperar la confianza y, desde ella, poder definir objetivos de progreso y justicia, seguridad para todos, esperanza para los más jóvenes. Hay que reditar los mínimos compromisos fundamentales que nos sirvan de vado para sortear las corrientes desatadas desde el poder y ahondadas por la lucha abierta por lo que sigue. Un compromiso que, para serlo, tiene que ser público y diáfano. Y, por desgracia, tejerse a contrapelo y de prisa.
En su crisis terminal, la revolución de la madrugada
, como la llamara Adolfo Gilly, puede dejarnos con una democracia mortecina, un crepúsculo sin amanecer.