ales a una de esas tardes con peso propio, y no poco, inevitables como un aullido de ambulancia y el redoble de los funerales. No sabes si lloverá ácido o simple agua, o nada. Estás nublada aunque hace un sol de desierto y sólo llevas para cubrirte un ánimo como de César Vallejo. Hermana de cada quién en la calle aunque así, tristona, resignada a más de lo mismo. A que todo se ría de nosotros: los indicadores económicos, la nómina de huesos de nuestros muertos multiplicados y anónimos, la reiteración asfixiante de que sólo lo trivial vale la pena.
Atraviesas una realidad armada hasta los dientes. Los uniformados cacheándote antes de subir al micro o virar en la siguiente esquina son tan inapelables como inescrutables sus designios. Dos esquinas después los otros, con sus cananas de celulares, sus pickup Durango de doble cabina y su procaz actitud de plaga bíblica. Te has sentido tan pequeña últimamente, no sabes llamar la atención pero nunca falta el que te haga un ruido sucio o atente contra tus tetas sin distinguirlas de otras. Te protege del desprecio amenazante la estrategia de la ostra, y apresuras el paso.
Quisieras explicarte mejor. Te faltan palabras. Mejor que te auxilie Vallejo, él que supo agonizar a calibre entero, comunitario y envolvente, y le gustaba morirse en jueves:
Se pedía a grandes voces:
–Que muestre las dos manos a la vez.
Y esto no fue posible.
–Que, mientras llora, le tomen la medida de sus pasos.
Y esto no fue posible.
–Que piense un pensamiento idéntico, en el tiempo en que un cero permanece inútil.
Y esto no fue posible.
–Que haga una locura. Y esto no fue posible.
–Que entre él y otro hombre semejante a él, se interponga una muchedumbre de hombres como él.
Y esto no fue posible.
–Que le comparen consigo mismo.
Y esto no fue posible.
–Que le llamen, en fin, por su nombre.
Y esto no fue posible.
Pero a ti te distraen habitualmente los ombligos, no sólo el tuyo. Son tu parte favorita de los cuerpos. A causa de ello nunca ves venir nada, a excepción de la lluvia, y eso si cae: no hemos tenido sequía más perra desde el nacimiento de la persona más longeva de la Tierra, quien quiera que ésta sea. Adviertes que los bandidos acechan y atacan porque sí. Los evitas como los gatos la lumbre.
Desafiando la meteorología, esa ciencia de lo inminente, sigues andando en tarde tan poco prometedora porque ni modo que regreses si ya saliste. La gente suda. En los roces de la muchedumbre en el transporte público los cuerpos fluyen y se huyen como si trajeran untado aceite para bebé. Ah sí, hace un calor. No te habías dado cuenta. Tampoco de otras circunstancias evidentes: hoy la gente camina sin miedo, parecida a un río en un mismo cauce que al entrar por las bocacalles del Centro ruge un silencio más grande que las palabras.
Te llueve por dentro no importa qué, hasta que te descubres tú también desembocando en la plaza donde la gente grita sus pérdidas y enarbola en carteles, lonas y pizarras exigencias breves como un tuit, ciertas como un suspiro, claras como la luz del sol que en ese momento preciso te golpea y te avisa en los huesos que ahí está.
El viejo fantasma del cholo de Santiago de Chuco regresa, te agita la falda y la cabellera, y con ese mismo lengüetazo de viento te anuncia, por si no estás enterada, que nuestro bravo meñique será grande, digno, infinito dedo entre los dedos
. Adivinas llegada la hora. Y que es posible.