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La biblioteca infinita
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El poeta Alí Chumacero, durante un homenaje que se le rindió en junio de 2008 en el Centro Cultural Bella ÉpocaFoto Yazmín Ortega Cortés
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os hijos del poeta Alí Chumacero me han invitado a visitar la casa donde vivió, en la calle Gelati de San Miguel Chapultepec. La cita es a la siete de la noche, pero he llegado tarde porque el conductor se ha perdido en este barrio que parece tan provinciano y antiguo, rodeado por el tráfago cada vez más denso de la infinita ciudad de México, un barrio de ayer donde las calles llevan el nombre de héroes militares. Héctor Aguilar Camín, quien vive por aquí cerca, ha escrito un cuento sobre el fantasma impenitente del coronel Gregorio Vicente Gelati, caído en 1847 en la batalla librada en Molino del Rey, paraje que no queda lejos, contra las tropas interventoras de Estados Unidos.

Alí Chumacero murió apenas el año pasado, a los 92 años de edad. Fue un poeta relevante, crítico literario y editor, ligado por décadas al Fondo de Cultura Económica, y aunque él consideraba hermética su poesía, de minorías, su obra literaria y cultural le hizo merecedor de múltiples premios y homenajes, uno de ellos que al cumplir 90 años le dedicaran un sorteo de la Lotería Nacional, con su efigie impresa en los billetes.

Esta visita a su casa tiene para mí el significado de una peregrinación a un santuario cuyas puertas sólo se abren de vez en cuando. Al fin el conductor ha podido encontrar la calle, y Guillermo Chumacero y su esposa Marcela me esperan en la acera para conducirme entre las sombras del jardín hacia el corredor lateral donde se halla la puerta. Cuando entramos, van encendiendo luces. Más tarde llegarán María y su esposo Gabriel, hijo del novelista Agustín Yáñez, quienes viven cercanamente.

En el salón principal nos recibe el silencio, y el olor a papel viejo de la multitud de libros que forran las cuatro paredes parece dar un color invisible al aire estancado. Las casas vacías que siguen viviendo solas me llenan siempre de desasosiego, una vaga inquietud por lo finito que la muerte convierte en infinito, el vacío del vacío. Los dueños se han ido. Lourdes, la esposa, primero, Alí después, y no volverán nunca, pero cada objeto se halla en su lugar, como si la vida doméstica fuese a proseguir. Los libros siguen tal como Alí quiso que estuvieran, en su lugar preciso, bajo ese código de colocación que sólo el dueño de su propia biblioteca conoce; el sofá, los sillones, que esperan por las visitas. La mesa de trabajo del poeta, la máquina de escribir de teclas mudas. Los estantes llegan hasta el techo, muchos de los libros forrados en tafilete, obra esmerada de encuadernadores artesanales.

Pero también hay libros en los demás salones, en un entrepiso, en los pasillos, en la cocina donde un canasto con cebollas cuelga del techo. Los habrá seguramente en el segundo piso, más allá de la escalera que ya no recoge ningún paso en la casa que se ha quedado sin ecos. Y en los espacios de las paredes donde no hay libros, numerosas pinturas y dibujos, regalo de los amigos. Los inconfundibles cuadros de Mérida, un dibujo de Diego Rivera, otro de Cuevas.

También están las fotos. En una, Alí y su mujer, Octavio Paz y su mujer, sonrientes todos, en uno de los cumpleaños del dueño de la casa, una fiesta celebrada en las estancias iluminadas, cuando los lomos de los libros tomaban más lustre. Y vuelvo a meditar sobre la cifra, 40 mil, o más de 40 mil. Una biblioteca como la imaginó Borges. Sólo la de Alfonso Reyes, o la de José Luis Martínez, llegaron a ser tan grandes, me cuentan mis anfitriones.

Libros coleccionados a lo largo de toda una larga vida, desde los primeros que Alí tuvo en su adolescencia de Acaponeta, su pueblo natal del estado de Nayarit, y los que fue adquiriendo en su temporada de estudiante en Guadalajara. Guillermo recuerda que decía que llegó a tener tantos libros porque era pobre, y los había ido comprando uno a uno, con cada centavo disponible. Una hermosa paradoja, ser pobre para poder ser rico en libros. No es la inmensa biblioteca de un potentado que los compra por metros, y que no leerá nunca, sino libros que tienen cada uno un sentido, escogidos cada uno por una razón diferente, colocados en su lugar con mano amorosa. La revista Forbes debería hacer listas de esta clase de millonarios, los millonarios en libros.

Son libros que cuando desbordan la casa, desbordan la vida. Imponen su abundancia, y con su abundancia, su tiranía. Si intentaras deshacerte de ellos, más bien te cerrarían el paso y no te dejarían trasponer la puerta. Casa tomada. Cuando los libros ya no caben en los pasillos, ni en la cocina, y llegan a los baños, no hay más que rendirse. Alfonso Reyes, cuando le preguntó el arquitecto qué clase de casa quería, dicen, respondió que una biblioteca con un cuarto para dormir. Una iglesia, una capilla, con una celda para el oficiante. Aquí, una cama matrimonial cercada de libros.

Por eso es que esta casa muerta, sin habitantes, tiene vida, porque la vida está en los libros, que permanecen juntos. Pueden hablar unos con otros. Los hijos de Alí se han convertido en guardianes celosos para que así sea. Cuántas veces bibliotecas como ésta, que hablan, y que respiran, van a dar a los deshuesaderos que son las librerías de viejo, cada libro separado de su par, huérfanos de su unidad, perdidos y malbaratados, vendidos por lo que pesan, comprados a ojo de buen cubero, huérfanos tras una catástrofe.

Hay una fotografía de Alí, ya de las últimas, recostado en una cama de hospital, entre sus libros. Quiso que lo trajeran aquí, que lo dejaran aquí, ya no en el dormitorio, sino en la sala mayor de la biblioteca. La vida, y la muerte, entre los libros.

Cuando la visita ha terminado, Guillermo va apagando las luces, y ya en el corredor, mientras el aire cálido de la noche mueve apenas los árboles del jardín, pone llave a la puerta. Atrás ha quedado la multitud de libros en la oscuridad y en el silencio. Se multiplican en la oscuridad y en el silencio. Siguen creciendo. Se les puede oír cómo crecen, porque ésta es la biblioteca infinita.

Guatemala, junio 2011.