nte la amenaza de un suicidio europeo
al no aceptar ya las condiciones de un draconiano ajuste para pagar sus deudas, el gobierno griego acordó someterse a una expiación que de inmediato desató una explosión social furiosa, más allá de la indignación suave de las plazas españolas o francesas. Por su parte, el reputado analista del Financial Times, Martin Wolf, advierte: la austeridad por si sola puede llevar al desastre; reconocer los desequilibrios que trajo consigo la vasta acción anticíclica del pasado no debe implicar desconocer la peligrosa fase del ciclo que vive la mayoría de las economías avanzadas. Podría decirse así que los tiempos duros de alto riesgo no son sólo para Grecia y los periféricos
de la zona euro, sino para el planeta en su conjunto.
Imperturbable, la nueva Dama de Hierro, émula pueblerina de la poco sofisticada señora Thatcher, desde Berlín insiste en vender cara su ayuda a los desvalijados países endeudados, y lleva al extremo un eufemismo criticado acerbamemte por Joseph Stiglitz: el rescate griego, más allá de las triquiñuelas de los gobernantes y sus asesores de Goldman Sachs, es sobre todo un rescate de los bancos internacionales que prestaron con alegría a los griegos bajo la ciencia y la paciencia de la eurocracia que sólo veía pasar las cuentas sin poner luz amarilla sobre un endeudamiento que no podía sino llevar a un aterrizaje forzoso.
Poner en orden la casa
, equilibrar cargos y abonos al día, como tanto gustaban aconsejarnos los sabios del Fondo Monetario Internacional en los años 80, puede llevar de nuevo a varias décadas perdidas. La austeridad mal entendida –me comenta un experimentado funcionario internacional, familiarizado con la era de la atrición latinoamericana– no lleva al crecimiento y más bien orilla a largos momentos de parálisis, a encogimientos de los que luego resulta muy duro salir.
Esta es, empero, la perspectiva que Merkel y asociados trazan para Grecia, Irlanda, Portugal o España, con una visión que poco o nada tiene que ver con la esperanza civilizatoria de cambio con solidaridad y equidad, proclamado por la Europa de una o más velocidades, como la imaginara Delors, pero con un solo rumbo: la construcción de una Europa social, habitable por equitativa y dinámica por su formidable potencial innovador.
Habrá que esperar a que el doble movimiento
de la sociedad europea, del que hablara Polanyi, puesto a marchar tranquilamente por los indignados, lleve a nuevos y audaces compromisos frente a una crisis que no parece capaz de desatar fuerzas endógenas para su superacion, pero sí de desplegar inercias y fijaciones que lleven a la economía y a la sociedad a largas pausas de atonía y regresión.
Con un nuevo trato, con tasas de interes bajas y plazos alargados, Grecia podría acercarse a un ajuste promisorio con crecimiento y pertenencia a un Euro renovado, al dirigirse a la conformación de un gobierno económico europeo. La lección debería ser contundente: no hay zona monetaria que sobreviva en ausencia de una política fiscal común. Por eso, la crisis griega no reside en Atenas sino en Bruselas, como escribiese Jacques Attali.
Sin embargo, a medida que pasan los dias y el verano impone sus vacaciones a los europeos, la vieja, pero siempre nueva, pregunta interviene impertinente: ¿Puede cambiar la segunda economía del planeta, global y ambiciosa, sin poner en orden con criterios de desarrollo y equidad a los mercados
, convertidos hoy en poderes salvajes y (auto) destructivos?
La cercanía al precipicio le aumenta decibeles al reclamo de los indignados, quienes desde la Plaza del Sol montaron su propio y elocuente debate sobre el estado de la nación. Pero lo que exigen poco tiene que ver con las formas y falacias de un orden global nunca consumado pero ahora muy horadado.
Las tragedias del mundo que resumió la Segunda Guerra, llevaron a las naciones a buscar un régimen económico y político mundial que impidiera que aquello
se repitiera, para que los panoramas negros de la Gran Depresion fueran historia pasada. Y fue mucho lo que se logró en los años que siguieron a la formación de la ONU y la firma de los acuerdos de Bretton Woods.
Al borde de la autodestrucción nuclear se tejió el desarrollo y la emergencia de naciones y pujantes territorios productivos y el capitalismo vivió una edad de oro.
Con la globalizacion y el fin de la bipolaridad, se reditó la hipótesis de que nos acercábamos a un nuevo orden, superior al de la Bella Época que dio pasó a las tinieblas de la Primera Guerra, la Gran Crisis y la Segunda contienda. Sería un orden sustentado en el mercado libre y único y en la democracia representativa de vocación planetaria. Y luego estalló la crisis, global como ninguna.
La fractura que irrumpiera en 2008 no se cierra y podría ahondarse sin pedir permiso. ¿Podrá evadirse la guerra o su aterrador equivalente de decenios de depresión económica y social, como condición inapelable para otra ola de reproducción capitalista ampliada? ¿Puede aspirarse a ello desde las maneras conceptuales e ideológicas que acompañaron a una globalización cuyos motores y resortes fundamentales aparecen hoy no sólo gastados sino corrosivos?
No son estas preguntas pepenadas en la vieja
Europa, atribulada pero en vacaciones. Son campanas que también doblan por acá... y fuerte. Del norte al sur.