l triunfo del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en las elecciones del estado de México no puede adjudicarse sólo a prácticas ilegales o fraudulentas, o a inequidad en la competencia. El buen oficio político del gobernador Peña Nieto y los errores estratégicos y tácticos de los partidos Acción Nacional (PAN) y de la Revolución Democrática (PRD) jugaron un papel relevante en los resultados electorales.
En los años ochentas un connotado economista del MIT que murió a temprana edad, Rudiger Dornbusch, escribía sobre el papel que tenían las expectativas en mantener y profundizar la inercia inflacionaria, así como la posibilidad de utilizarlas para romper esas tendencias. En el terreno político el manejo de las expectativas fue un factor clave de la hegemonía priísta. Combinaba el sentido de invencibilidad del partidazo y una oferta de estabilidad económica y política. En tanto se alcanzó lo segundo se reforzó lo primero. Este manejo de las expectativas provocó abstencionismo, apatía política y poca participación ciudadana. Garantizó además la impunidad en el fraude electoral y el total sesgo en favor del régimen de los órganos electorales y de los medios de comunicación.
Cuando empezó a debilitarse la oferta de estabilidad también se rompió la expectativa de la invencibilidad, gracias a las divisiones internas en el PRI y a las decisivas movilizaciones sociales de los setentas y ochentas.
El manejo político de las expectativas no es un engaño. Está sustentado en hechos reales, comprobables, aunque parciales. La reconstrucción de la maquinaria electoral del PRI ha sido en mucho producto del liderazgo posterior a su debacle en 2006, encabezado por Beatriz Paredes, y de la apuesta por la estabilidad política instrumentada desde el congreso por el senador Beltrones. Ha contribuido, sin embargo, de manera decisiva el mimetismo con el que han gobernado en general panistas y perredistas. De suerte que la conseja popular considera que si se trata de gobernar como priístas, mejor que lo hagan quienes tienen la denominación de origen.
El elemento decisivo en esa reconstitución del priísmo residió en la indisposición de las oposiciones a concertar una coalición entre ambas. Aunque son evidentes las diferencias sustanciales entre la izquierda y la derecha, había una poderosa plataforma en común: el desmantelamiento del régimen autoritario. La cooptación por los poderes fácticos de las administraciones panistas jugó un rol clave en impedir esa coalición. Por su parte, el perredismo, al renunciar a jugar el rol institucional que los ciudadanos le habían otorgado en 2006, abrió también las puertas a esa reconstitución priísta.
Después de los resultados en las elecciones de 2009, la imagen de un PRI inexorablemente triunfador resurgió en medio de un gobierno panista ineficiente y ajeno a las preocupaciones ciudadanas y unas izquierdas fragmentadas y desorientadas. Pero las alianzas de PAN y PRD en 2010 afectaron las expectativas del pretendido triunfador inevitable. En primer lugar hicieron las elecciones competitivas; con ello aumentaron la participación ciudadana, como claramente se comprobó en los cinco estados donde se efectuaron alianzas. En segundo lugar, al introducir incertidumbre sobre el ganador, jugaron un papel disuasivo tanto en las posibilidades de fraudes y trampas electorales como en el comportamiento de las instancias arbitrales frecuentemente cooptadas por los gobernadores. Finalmente hicieron más equitativa la cobertura de los medios electrónicos.
Ya he escrito en estas páginas las razones por las cuales consideré que esa alianza fue imposible en el estado de México. Estoy convencido de que Alejandro Encinas fue el mejor candidato de las izquierdas y su campaña lo enaltece y fortalece como el político ejemplar que es. Pero la derrota de la izquierda partidista en el estado de México va más allá de la ausencia de una alianza. A ello dedicaré mi siguiente entrega.
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