ada vez que abro un periódico o veo las noticias me dan ganas de suicidarme o, por lo menos –más útil–, de protestar. Obviamente, todos los días recibimos nuevas sorpresas: el domingo fui al mercado, recorrí los puestos habituales: el del carnicero, la pescadera, el abarrotero, los fruteros, los verduleros, la tortillera, los vendedores de flores, la vendedora de plantas y fertilizantes (en pequeña escala); escojo algunos belenes y unas lantanas, veo a mi marchanta muy agitada; me cuenta de inmediato, acaba de asistir a un mitin en el parque de Coyoacán para estudiar y decidir cuáles medidas se podrían tomar para evitar que a partir de principios de septiembre cierren el mercado, en una operación que se extenderá por toda la ciudad. ¿Cómo, le digo? Sí, contesta, van a cerrar todos los mercados públicos y en su lugar instalarán varios Wall Marts. No lo creo, digo, sería catastrófico y se produciría una conmoción popular; le ruego entonces que me consiga todos los datos para ponderar la situación, averiguar la verdad y en caso afirmativo constituirnos como sociedad civil para luchar contra los atropellos que a diario sufrimos los ciudadanos. Voy con otros de mis marchantes y todos, menos uno, me lo confirman, clausurarán el mercado y en su lugar se construirá un Wall Mart. ¿Se atreverán a destruir esta institución popular?
No lo creo, me parece imposible, pero ¿acaso no decía Walter Benjamin que siempre es posible lo peor?
Más tarde, me dirijo con unos amigos hacia un restorancito muy agradable situado en una esquina de la colonia Del Carmen. Caminamos con la vista baja, vigilando las desigualdades del suelo, los cinco nos hemos caído varias veces y hemos salido con fracturas de mayor o menor gravedad: es imposible levantar la mirada en Coyoacán –y en el resto de la ciudad– las aceras son desiguales y no sólo porque las raíces de los árboles levantan las banquetas –cosa que sería natural– sino porque hay agujeros, desniveles, alcantarillas destapadas y llenas de basura, como por ejemplo las que han dejado frente de mi casa donde varias veces han intentado cambiar los postes de la luz dejando solamente agujeros mal rellenados con tierra o guijarros y una profunda oscuridad, paliada a menudo por los vecinos, quienes utilizan sensores para poder iluminar sus entradas durante la noche. Diariamente, se camina sobre desechos de los perros, y ninguna campaña pública se instrumenta para educar a la población a comportarse con civilidad en ésta u otras circunstancias. ¿Y qué decir del estado de las calles durante los fines de semana, cuando numerosos visitantes acuden al centro de Coyoácan a divertirse, convirtiendo el parque y las calles aledañas en un inmenso muladar, debido a los escasos basureros y a que la gente carece de educación ciudadana?
¿Por qué Televisa y TV Azteca han tomado la Plaza de la Conchita como foro de filmación de telenovelas? Sin aviso previo, estacionan grandes camiones alrededor, cierran el paso de Vallarta, de una parte de Presidente Carranza y llegan, incluso, a impedir el paso de peatones. El comedor de su personal lo instalan contra una de las paredes laterales de la iglesia de la Conchita: cuentan con permisos oficiales.
El restorán al que vamos ha sido clausurado varias veces, lo comentamos entre nosotros y luego con el dueño, recordamos que alrededor de esa zona y de la plaza hay varios locales de diferente índole que ostentan el letrero de clausura; las razones, muy diversas e incomprensibles, a veces, orden del gobierno de la ciudad, muchas más, de la delegación, al decir esto, nos arrebatamos la palabras unos a los otros, y acabamos coincidiendo con el ensayista alemán: en Coyoacán –y por desgracia en todo México– los vecinos hemos sido maldecidos con las peores autoridades del mundo, improvisadas, corruptas, irresponsables, ineficaces. Volvemos a coincidir: cada vez que termina un mandato, sabemos de antemano, atribulados, que el próximo será aún peor.
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