egún revelaciones hechas por funcionarios gubernamentales del área de seguridad y procuración de justicia, de las cuales dio cuenta este diario en su edición de ayer, altos mandos de la Procuraduría General de la República, la Secretaría de Seguridad Pública federal y las instituciones castrenses del país son sometidos a exámenes de control de confianza aplicados por agencias estadunidenses, a efecto de ser considerados por éstas interlocutores válidos y confiables y certificarlos para la colaboración en investigaciones conjuntas y en intercambios de información.
Los hechos referidos no sólo permiten ponderar la creciente injerencia política, policial, militar y de inteligencia de Washington en nuestro país: revelan, además, una supeditación inadmisible de encumbrados funcionarios del gabinete calderonista a los designios de un gobierno extranjero, lo que constituye a su vez una contravención inaceptable, por la actual administración, del marco legal vigente, así como una liquidación, en los hechos, del principio de la soberanía nacional.
Sin dejar de reconocer el grado de infiltración de las organizaciones delictivas en las instituciones nacionales de seguridad pública y procuración de justicia, permitir a una potencia extranjera, sea cual sea, que certifique a los funcionarios de un Estado soberano e independiente abre la posibilidad de que la conducta de éstos deje de regirse por el interés nacional y que terminen por plegarse a los intereses de las agencias de seguridad e inteligencia estadunidenses. Esa perspectiva coloca a la nación y a sus habitantes en un estado de vulnerabilidad extrema.
Por añadidura, si a esto se le suma el creciente intervencionismo de la Casa Blanca en asuntos relacionados con la seguridad pública y nacional –el cual ha sido tolerado y aun promovido, según la información disponible, por el gobierno calderonista–, se asiste a la configuración de un panorama en que la nación queda reducida –al menos en lo que toca a esos temas– a la condición de proconsulado de Estados Unidos.
Por desgracia, y aunque los elementos de juicio disponibles ponen en relieve un incumplimiento alarmante de la obligación gubernamental de cumplir y hacer cumplir la ley y de salvaguardar la cohesión nacional, los principales medios de información y sus opinadores han venido ensayando alegatos orientados a minimizar la gravedad de la presencia y operación de agentes estadunidenses en el territorio; a presentar las resistencias generadas por esa circunstancia como producto de concepciones anacrónicas
y pasadas de moda
sobre la soberanía, y a facilitar, en suma, justificaciones a la inaceptable abdicación de los deberes institucionales del Estado mexicano. Tales posturas pasan por alto la consideración elemental de que la defensa de la independencia y la soberanía no es un capricho; que tales principios constituyen conquistas históricas irrenunciables en las que se cifra la viabilidad misma del país, y que no se puede, por tanto, hacerlos a un lado en aras de un pretendido cosmopolitismo o de una modernidad
mal entendida.
En suma, el comentado retroceso del Estado mexicano frente el gobierno estadunidense configura, cuando menos, una responsabilidad política de suma gravedad por el grupo que detenta, en lo formal, la conducción del país, y ese solo aspecto tendría que dar pie a un rechazo social, político e institucional de gran extensión, y a una amplia presión para que las autoridades federales no sólo den explicaciones a la opinión pública, sino, ante todo, rindan cuentas a la ciudadanía.