l imaginario electoral de hoy día ha sido trabajado con perseverancia por una cauda de expertos y le han colgado nombres y triunfos al gusto. Han ido sembrando frases huecas sobre actos amorosos; han acicalado poses hasta formar una colección de promocionales acompasados con eslogans sin compromiso. Al discreto maquillaje le han añadido atildadas vestimentas que resaltan un rostro aniñado. Con la meticulosa cuan intensa repetición cotidiana el tinglado se torna un vendaval de presencias que llega a 700 u 800 apariciones, por año y en tiempo triple A, sólo en los canales de Televisa. Y este fenómeno promocional, ilegal y desmesurado en costos, dura ya más de seis años. Todo dentro de una estrategia mercadológica diseñada por los agentes de la televisión bajo contrato.
El señuelo fue introducido en la intimidad de las salas y recámaras sin recato pero, sin embargo, tal parece que ha funcionado. Lo han situado a la vanguardia de las preferencias populares durante los recientes cinco años. Bien conocen estos traficantes de fantasmagorías los efectos compulsivos inducidos que se trastocan en sentires y opiniones de la llamada gente común. De esa corriente manera han vendido productos chatarra de poca monta y valor.
En el caso de la imagen política, desafortunadamente, la irresponsabilidad ha llegado a momentos y alturas que bien pueden presagiar tormentas suicidas en el futuro cercano.
La venidera elección en México –2012 a menos de un año y medio– parece prefigurar lo que, de manera consistente, ha elegido una abrumadora mayoría de votantes potenciales. A ese personaje ahora dicen que quieren de presidente cada vez que un encuestador les pone el brazalete de opinador.
Durante más de dos o tres años, Enrique Peña Nieto ha encabezado las espontáneas (medidas por sondeos publicados) preferencias de la sociedad. Una y otra vez, con la regularidad de un acto prematuramente consumado, ha sido él quien atrae, y casi agota, las miradas y simpatías de las mayorías. Es él, sin duda para más de 40 por ciento de los mexicanos, la segura ruta para situarse en la cúspide del poder nacional: la del Ejecutivo federal.
A los priístas, al menos, no les cabe la menor duda acerca de quién los deberá guiar al paraíso anhelado, ése donde confluyen botines, prestigios y chambas bien remuneradas (más de 80 por ciento del priísmo lo apoya). Han sido ellos los primeros en caer en las redes imaginarias que sus propias limitaciones y tonterías les han tendido. Ahora sienten, saben, porque a diario lo constatan en los medios y cenáculos propicios para la inducción, que con él tienen ya un horizonte seguro y asequible. Es el mexiquense de suaves maneras, nuevo perfil y vieja estirpe quien los volverá a meter, junto con su grácil gaviota, en la casa que muchos añoran: Los Pinos de suntuoso remanso.
Enrique Peña Nieto, a diferencia de otros priístas de elite, no se presenta como interlocutor válido ante el señor Calderón. Ese papel, tan ambicionado por muchos dispuestos hasta la ignominia para jugarlo. Él lo ha dejado de lado para moverse, sin explicaciones molestas, en la comodidad del trasiego oculto.
Otros priístas de renombre, seguramente más diestros que él en estos menesteres de gestos y voces tras bambalinas, lo sustituyen con gusto y hasta con celosa pasión.
Él no entró a tan rutinaria disputa. Él, y desde el inicio de su mandato como gobernador, fue, en realidad, el elegido por los de mero arriba. Por ese selecto grupito de grupos (los capos de todos los capitos), los que mandan en última (¿o primera?) instancia. Ésos que le han permitido, y hasta propiciado, el uso indiscriminado y obsequioso de los medios de comunicación. Los que le han puesto, a su entero servicio, esa caterva de locutores bajo consigna; esos conductores de radio y televisión prestos a mencionarlo con mustio respeto; esa nube de críticos y académicos relamidos que han hecho mutis ante sus increíbles y huecas ambigüedades cotidianas.
Este pandemonio de acompañantes mediáticos que le han desbrozado la ruta, directa y amarrada, a la gloria de los dioses inválidos. Ésos que le han engrosado, hasta el hastío, sus engominadas apariciones sin motivo ni tonada precisa. Ésos que desoyen a los que desean oírle aunque sea una idea extraviada o una crítica furtiva. Todos esos, cautivos de los medios, quedarán frustrados si exigen ver un desplante que contraríe el estado de cosas deformado en que vive la mayoría de esta agobiada nación.
Don Enrique no respira por esas heridas ni atiende a los rezongones. Él habita en esa región impertérrita que trasciende las riñas, las críticas, los tironeos para mandar mensajes de coordinación, de tranquilidad, de visiones de largo y mediano plazos tan usados por la alta burocracia de éxito.
Que los hombres y las mujeres de poca o tenue fe no esperen milagro alguno de su parte. A ellos volverán a decirles que, por más etéreas que parezcan las promesas, se las firmará ante un idiota notario de los muchos que rondan por esta cercada república sin pena ni ocupación cierta. Ese tintineo se volverá a oír durante la inminente campaña. El escogido, el esperado, el uncido, el verdadero está por aparecer en despoblado, y cuando lo haga ya titulado como candidato los llenará de júbilo. Y unos cuantos meses después los dejará morder el polvo de incauto torpe, la triste realidad de los desamparos, el desengaño de las más caras ilusiones.
Después, en ese largo y penoso sexenio venidero, sus votantes se asomarán al abismo para sentirse, no sin arraigada culpa, traicionados. Ahí no habrá copete que valga o atenúe la tragedia de violencia, la corrupción de gran escala, los destructivos privilegios agrandados, el dispendio y entreguismo que, como pesada herencia de sus mayores y aliados, caerán, sin remedio, sobre los mexicanos.