or qué? Es la pregunta que se hacen las buenas conciencias inglesas ante el desolador espectáculo de la revuelta juvenil, con su estela de saqueo, violencia y represión. El pulcro primer ministro conservador, y la leal oposición parlamentaria, interpretan a la escandalizada ciudadanía aplicando mano de hierro contra los miles de infractores exhibidos en pantallas móviles, mientras los tribunales procuran los castigos más severos en juicios masivos al vapor.
La reacción instintiva del señor Cameron elude cualquier modulación explicativa que no provenga del más viejo clasismo, del prejuicio convertido en sabiduría política convencional. “Lo que está ocurriendo –declaró ante el avance de la crisis– es pura y simple criminalidad a la que hay que enfrentarse y derrotar. Necesitamos muchos más policías en la calle y que actúen con más contundencia.”
La explicación funciona como una confirmación tranquilizante de la necesidad del escarmiento público, aunque colgarse de la frase pura y simple criminalidad
no aclare de dónde proviene tanta violencia latente, tal desprecio por la propiedad ajena, en fin, ese resentimiento inocultable que aprovecha una chispa –el asesinato a manos de la policía de un joven afrocaribeño– para incendiar la pradera.
Esta vez la revuelta parece seguir un curso distinto al de otras explosiones sociales del pasado, pues no están bien definidas las causas objetivas
directas ni mucho menos cuál es el sentimiento común que une en una oleada de pillaje y violencia a grupos de jóvenes que no comparten la misma identidad
urbana. Por lo visto, aquí sirven poco las viejas explicaciones deterministas –étnicas, económicas, culturales, aunque cada uno de esos factores y todos ellos juntos incidan en el fenómeno, como nos lo ha hecho ver el aleccionador análisis de Walter Oppenheimer publicado en El País (10/8/11). Lo cierto, según Dominique Johnson, es que estamos ante una generación que no alza reivindicaciones específicas, pero se siente poco respetada, poco ligada a su lugar de residencia y poco representada políticamente, lo cual, dicho sea de paso, es bastante más frecuente de lo que se admite en las sociedades que presumen de ser democráticas.
Si bien la protesta surge como la respuesta silvestre, rudimentaria, contra la impunidad de la brutalidad policiaca, de inmediato asume la forma inesperada de una reacción ante el consumismo, considerado como máximo patrón de realización personal. Es, por así decirlo, la revuelta díscola que busca en un acto de poder apropiarse con furia de los símbolos de la modernidad de la que muchos jóvenes (vándalos o no) han sido excluidos como consumidores, justo en el momento en que el sistema
, pese a la crisis que lo embarga, promueve el individualismo extremo, aplica las mismas recetas de siempre y acentúa las diferencias sociales.
En un comunicado del Partido Socialista de los Trabajadores se puntualizan, sin mecanicismo de ninguna especie, algunas de las circunstancias que actúan sobre las conductas criminales
, aunque las buenas conciencias británicas jamás las denunciaran: “El año pasado el gobierno sacó a 630 mil jóvenes la prestación por educación y triplicó (el costo de) la matrícula universitaria, poniendo una gran señal de no acceso a la educación
para mucha gente. Gran Bretaña ya es menos igualitaria que en los años 30. Mientras muchos de los que dejaron la escuela el mes pasado se enfrentan a un futuro sin esperanza, la fortuna combinada de las mil personas más ricas de Gran Bretaña aumentó en 2011 de 60 mil millones de libras (casi 70 mil millones de euros) a casi 400 mil millones de libras (casi 500 mil millones de euros). Los recortes de 81 mil millones de libras (casi 94 mil millones de euros) ordenados por el gobierno de David Cameron significarán la pérdida de miles de puestos de trabajo, comunidades devastadas y servicios sociales destrozados”.
Es esta creciente desigualdad, más que la pobreza acumulada o la discriminación, la que lleva a una generación desarraigada, incluso conformista, al saqueo de artículos innecesarios
, como computadoras o ropa deportiva, sin los cuales el arquetipo del individuo-consumidor estaría incompleto. El resultado es una extraña eclosión de malestar que se resuelve en una especie de nebulosa aspiración igualitarista, centrada, parafraseando a Preobashensky, en cierto comunismo de la distribución
tan afín a ciertas formas del pensamiento antiautoritario. Nadie sabe, en cambio, cuál será el siguiente paso y a qué fuerzas arrastrará la irracionalidad del capitalismo en esta fase de la crisis.
Para todos aquellos que temían la universalización del movimiento de los indignados
hoy tendría que redimensionar la magnitud del problema latente en las grandes sociedades capitalistas: hay una juventud que, racionalmente o no, ya no puede seguir viviendo como siempre. Para los ilusos que creen que Londres o Madrid están demasiado lejos de México, por favor miren a su alrededor y digan si no hay demasiado material inflamable y pregúntese en serio si la sociedad está haciendo algo para anticiparse al fuego. Luego no nos quejemos preguntando ¿por qué?