s escaso el teatro de títeres para adultos que conocemos en México, aunque el longevo arte nacido en Japón tiene muchas resonancias en otros países y allí está el Festival de Títeres para adultos de Argentina. Para muchos de nosotros una marioneta jamás podrá sustituir al actor o a la actriz, muy justamente reconocidos ya como creadores tras una larga lucha, porque un muñeco, por bien hecho que sea y por bien que lo manipulen nunca dará los matices y las transiciones que los muy buenos histriones con que contamos, pero desde luego el teatro de títeres conserva cierto encanto y la posibilidad de representar, sin mayores complicaciones o maquillajes, a personas muy conocidas del público. Este sería el caso de El que mueve los hilos o cómo acabar de una vez por todas con las dudas sobre la existencia de Dios, las historias policiacas y las propagandas subliminales de cerveza, como tituló el muy reconocido marionetista uruguayo Rafael Curci a su muy libre versión del cuento El gran jefe de Woody Allen, dirigida por el propio adaptador y presentada por la asociación de dos grupos de titiriteros, el Teatro AcercARTE y Pipuppets.
El espectáculo de títeres de mesa es una parodia del llamado cine negro de los años 40 y 50 del siglo pasado, con su detective privado que recuerda a Sam Spade, el personaje de Dashiell Hammet y a Philip Marlowe, creado por Raymond Chandler, ambos en versiones fílmicas en que eran encarnados por Humphrey Bogart y Robert Mitchum. Habría que recordar que la novela negra estadunidense en que se basaron estas películas vino a sustituir a la novela policiaca eduardiana de Agatha Christie y otros autores, escarbando en los bajos fondos –y en los laberintos de un poder político y económico muy poco escrupuloso– y presentando a detectives particulares de moralidad ambigua y gran desencanto. En la parodia de Curci se conservan estos rasgos en el detective Budwieser representado por la marioneta de Woody Allen con la infaltable gabardina de los detectives privados cinematográficos de la época y se mezclan lo chocarrero de los apellidos de los personajes, todos nombres de alguna cerveza, con la sofisticación argumental propuesta por el autor estadunidense.
Buscar a Dios le pide al detective la bella señorita Heineken (que se supone representa a Marlene Dietrich y es el menos acertado de los títeres, tanto por su aspecto físico como por su voz, que perdió los cálidos matices guturales de la actriz germano-estadunidense) y el detective se lanza en su búsqueda, primero con el soplón Joe Corona que sería Silvester Stallone viviendo en un tacho de basura, luego con el rabino Carlsberg que es Groucho Marx y el reverendo Kaiser que lo manda al cielo donde encuentra la representación divina en la figura de una máquina tragamonedas que ofrece respuestas, que nunca da, por medio dólar. Budwieser, provisto de angelicales alas aterriza en un café italiano en donde se encuentra con el Papa en la figura de Marlon Brando con rasgos y maneras del Padrino, en una hilarante escena. La búsqueda de Dios incluye mirar en los libros de autores como Descartes, Kant y Leibnitz que en escena delirante se supone que fueron acabados por la señorita Heineken, como acusa el detective. Como interludio, una escena de títeres de sombras.
Los títeres de mesa son manipulados por Isahí Ramher, Susy López Pérez y Moisés Cabrera en diferentes escenarios diseñados por Germán López Pérez, a los que la muy buena utilería y el vestuario confieren sustento, muy aparte de las marionetas de hule espuma que interactúan con los manipuladores, también con la gabardina y el sombrero del detective cinematográfico. Esta interacción de las marionetas ordenando a sus manipuladores muchos actos, como encenderles el cigarrillo o disparar pistolas por ellos, en contravención con la lógica del que mueve los hilos, resulta uno de los puntos más graciosos y brillantes del espectáculo. Esta escenificación puede ser vista y disfrutada aun por espectadores que quizás no sepan mucho del cine negro –aunque muchos de sus filmes pasan con frecuencia por TV– o a lo mejor ignoran a los filósofos que cita Allen, por las referencias iconográficas a actores cinematográficos y la gracia de muchos momentos.