os días comienzan a perder minutos y las noches a alargarse. París se vacía de sus habitantes y se puebla de turistas. Luz de agosto. Nostalgia espesa y amarilla: estrella enana, recargada más de vívidas sensaciones de la dicha pasada que de recuerdos melancólicos. Un spleen suave, casi acariciante, se cuela entre las reverberaciones que emanan del pavimento.
Logro atravesar entre una hilera de turistas. Cincuenta, cien, a veces más personas siguen un guía de Notre-Dame a la Torre Eiffel, del Arco del Triunfo al Louvre. Desembarcados en París durante tres días de agosto no pueden conocer la vida pululante, diaria, de París. Su bombardeo cultural que se gesta en semisecreto durante estas dos últimas semanas de agosto. La rentrée: de libros, de exposiciones, de espectáculos teatrales, musicales, de danza. Las alzas de costos: gas, electricidad, gasolina y otros productos que desencadenan el encarecimiento del resto de mercancías. Pero, pero... ¿los parisienses conocen su ciudad? Salen corriendo en cuanto tienen un fin de semana libre, no se diga durante las vacaciones de verano. Cierto, si conozco habitantes nacidos en esta ciudad que no conocen el museo del Louvre, conozco también alegres viajeros mexicanos, quienes me muestran sus pies adoloridos, casi sangrantes, de tanto caminar entre museos y castillos franceses, que me dicen riendo: cuando pienso que nunca he puesto un pie en el Museo de Antropología, pero este viaje me decide a visitarlo en cuanto vuelva a México.
La fisonomía de los barrios de París durante el mes de agosto es otra. Incluso sus clochards emigran a otros lugares, acaso siguiendo a los vecinos que les proporcionan de qué beber. La televisión suspende sus programas de debates o de diversión. Los presentadores y comentaristas se van también de vacaciones. Pasan viejos documentales, series policiacas ya vistas, algunos juegos de verano. En los noticiarios, la meteorología es primordial: saber si va a llover en las playas, si el agua del mar está caliente o sólo tibia. La otra información concierne a los embotellamientos de setecientos o mil y pico de kilómetros. Toda Europa del norte pasa por Francia para llegar a las costas.
Muchos restaurantes cierran, pues su clientela desaparece en agosto. Otros establecimientos aprovechan para renovar el decorado. Los taladros trabajan en las calles donde las autoridades deciden variar el aspecto.
Indignación y tristeza ante perros y gatos errantes, abandonados por sus dueños: la droga de la vacación termina su amor de amos.
Sin embargo, la tranquilidad de la ciudad permite pasearse cuando el ocaso refresca. Si el teléfono suena, es algún amigo venido de lejos para visitar este París que sus habitantes no reconocerían. Les señaló que los espectáculos de ópera, danza, teatro tienen lugar en los festivales de Aix-en-Provence o Avignon, la fotografía en Arlès, las bandas de blues en la Costa Azul. En París siempre pueden visitarse los museos, claro, si aceptan hacer la larga fila de turistas. Quedan algunas de las grandes exposiciones. Con suerte, pueden caer sobre la de Monet este año.
Incluso los políticos se eclipsan. Aunque este año, Nicolas Sarkozy recomendó
a los integrantes del gabinete no salir de Francia. Y la crisis obligó al presidente francés, y a los colaboradores concernidos, a reuniones de urgencia.
El murmullo de la ciudad adormecida, las avenidas pueden atravesarse sin esperar el semáforo verde para los peatones, se vuelve más y más espeso cada día de la segunda quincena de agosto. El ronroneo se transforma en ronquido. El teléfono repica más a menudo: los vacacionistas regresan y buscan a quién relatar sus aventuras o su descanso. El buen humor va desapareciendo. Vuelta a la vida cotidiana, al trabajo diario, al alza de precios, a las obligaciones y, muy pronto, los días cada vez más cortos, el calor funde y la nostalgia, tan suave, estalla como una burbuja de jabón sin dejar huella.
París es de nuevo el mismo.