l asesinato de dos mujeres ocurrido ayer en la capital de Chihuahua elevó a 15 el número de homicidios cometidos este mes en contra de la población femenina en esa entidad, según informó el Centro de Derechos Humanos de la Mujer AC (CDHMAC). Estos crímenes se suman a la trágica cifra de feminicidios documentados recientemente por la organización civil Justicia para Nuestras Hijas: en lo que va del año, según esa agrupación, 229 mujeres han sido violentamente ultimadas en Chihuahua, 142 de ellas en Ciudad Juárez.
Los datos disponibles permiten ponderar la continuidad ominosa de un fenómeno criminal cuya salida a la luz pública generó escándalo e indignación mundial, y que hoy, sin embargo, se ve opacado por el entorno de violencia ligada al narcotráfico que se vive en territorio chihuahuense, particularmente en Ciudad Juárez.
No ha de pasarse por alto que la persistencia de los feminicidios en esa martirizada urbe ha sido agravada, prácticamente desde que se empezó a tener noticia de ese fenómeno, en la década de los 90, por la indolencia e inoperancia de las administraciones federales y estatales para combatirlo y esclarecerlo: en su momento, el gobierno del panista Francisco Barrio minimizó los indicios de violencia contra las mujeres detectados en esa localidad fronteriza, y llegó al extremo de responsabilizar a las propias víctimas de sus muertes, con lo que abonó a la configuración de un manto de impunidad que se extiende hasta nuestros días. Pero la cuota de responsabilidad por este fenómeno desgarrador se extiende, también, a las autoridades actuales, las cuales no han podido esclarecer a cabalidad estos crímenes ni evitar que se repitan; en cambio, las administraciones federales y estatales se han involucrado en una estrategia de seguridad que no sólo no ha reducido la actividad de los cárteles de la droga en la entidad, sino que ha tenido, como efecto contraproducente, el desvío de la atención oficial respecto de manifestaciones criminales distintas del narcotráfico, como es el caso de los feminicidios.
Si la lógica simplista y militarista en que se encuentra basada la actual política de seguridad impide a los gobiernos atender los rezagos sociales, económicos e institucionales que se encuentran en la base de la criminalidad organizada, y los hace desentenderse de expresiones de descomposición social tanto o más graves que el narcotráfico –como es la violencia por razones de género–, también es cierto que con el desarrollo de la actual guerra
contra la delincuencia se ha establecido una dinámica perversa: en el contexto de violencia generalizada, las muertes de personas suelen ser presentadas por la autoridad como resultado de la confrontación entre bandas rivales o bien como bajas colaterales
de la confrontación entre la fuerza pública y las organizaciones delictivas, como si con ello se borrara la responsabilidad de esclarecimiento y procuración de justicia que recae sobre las instituciones del Estado. Por desgracia, según puede verse, ello ha aplicado también para los asesinatos de mujeres en esa entidad del norte del país. Como resumió ayer Luz Estela Castro, directora del CDHMAC, “cuando surgió la ola de feminicidios en los años 90 se decía que a las mujeres las asesinaban por su estilo de vida (...) Ahora las asesinan por narcas”.
La conclusión ineludible que se desprende de la persistencia de estos fenómenos en la realidad y su omisión en las acciones gubernamentales es desoladora: aun en el caso de que se logre derrotar a los cárteles de la droga –lo cual, a juzgar por los resultados, es hasta ahora inconcebible–, en amplias franjas del país prevalecerá un entramado social e institucional desgarrado, el cual ha servido y servirá de caldo de cultivo para el surgimiento de nuevas expresiones delictivas, o bien para el recrudecimiento de aquellas que, como los asesinatos de mujeres en Chihuaha, nunca han desaparecido del panorama nacional, si bien han pasado a un plano secundario en el campo de visión oficial.