Opinión
Ver día anteriorMartes 23 de agosto de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Dos operativos
A

uno le llamaron balacera y al otro asalto. El primero tuvo lugar afuera del estadio Santos Modelo, de Torreón, Coahuila, el sábado, cuando en ese recinto se disputaba un partido de futbol entre el equipo anfitrión, el Santos Laguna, y el Morelia. El segundo ocurrió al día siguiente en la Plaza Las Américas de Morelia, donde un grupo de siete hombres con armas largas sustrajo con violencia alhajas y relojes de una joyería.

En forma excepcional, para los estilos corrientes de la delincuencia en México, ninguno de esos hechos se saldó con víctimas mortales. Fueron acciones limpias o casi limpias (en la capital michoacana, los vigilantes de la joyería fueron golpeados en la cabeza), pero ambas produjeron estados de pánico y zozobra en las localidades respectivas. No hubo detenidos pese a que ocurrieron, ambas, en ciudades que han sido escenario de extensos despliegues policiales y militares. Con la pena, pero estos ataques suenan más a acciones de desestabilización que a meros episodios de una criminalidad descontrolada.

Es un viejo saber que forma parte del repertorio de algunas de las agencias estadunidenses policiales, de seguridad e inteligencia que operan en México (CIA, DEA y fuerzas especiales del Pentágono) y que consta en los manuales de cualquier ejército regular, en el capítulo de Operaciones Sicológicas: realizar acciones de desestabilización y zozobra, orientadas más a un gran impacto mediático que a la destrucción de objetivos físicos y humanos.

Claro que las casualidades existen, y posiblemente sean meras coincidencias el que ambas acciones hayan resultado incruentas hasta el punto de parecer cuidadosamente orquestadas, el que ambas hayan generado terror en la sociedad, el que se hayan registrado con un día de diferencia, el que hayan sido equipos de futbol de Coahuila y de Michoacán los que disputaban el partido suspendido en Torreón, y el que esas entidades sean cuna de dos políticos de primera fila claramente enfrentados entre sí en el momento actual: Humberto Moreira y Felipe Calderón.

Si faltaba contexto político, el secretario del Consejo de Seguridad Nacional, Alejandro Poiré, y el propio Calderón, se encargaron de establecerlo. El primero regañó a las autoridades estatales y municipales, a las cuales responsabilizó de manera elíptica por lo ocurrido, y las instó a fortalecer sus lazos institucionales y de cooperación, en tanto que el segundo llamó, horas después, a la unidad. Y la pregunta es obligada: ¿a cuál de todas las divisiones que afectan al país alude esa unidad? ¿A la división entre ciudadanos buenos y delincuentes malísimos que pregona el régimen? ¿A la división entre quienes aún puedan creerle a la estrategia oficial de seguridad y quienes la cuestionan e impugnan? ¿A la división entre cárteles? ¿A la división entre partidos? ¿A la pugna entre las facciones tricolor y blanquiazul del régimen oligárquico?

¿Estamos ante un correlato violento de las agrias disputas político-judiciales que libran las distintas facciones que ocupan las instancias de gobierno? ¿Vivimos, como ha ocurrido en Líbano, un laberíntico entramado entre facciones partidistas y brazos armados, o entre grupos armados y brazos partidistas, pero con la variedad de los cárteles? ¿O serán los nervios?