Opinión
Ver día anteriorMiércoles 24 de agosto de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La última y se va
U

n eslabón más para su larga cadena de dislates. El cardenal Juan Sandoval Íñiguez nos ha regalado una perla en una nueva perorata, en la que ensalza a los cristeros como héroes que enfrentaron al supremo mal. No es la primera vez que hace tal referencia; de hecho, ha buscado afanosamente los pedestales para quienes, según él, libraron una cruenta guerra por la libertad religiosa en México.

En los últimos años, Sandoval Íñiguez se ha propuesto erigir el Santuario de los Mártires, obra monumental en la que confluyen apoyos económicos de grandes empresarios, del gobierno de Jalisco y de la feligresía católica que le hace caso al cardenal. La construcción está programada para inaugurarse en marzo del año próximo, y es el deseo de su principal gestor que sea un centro al que lleguen numerosas peregrinaciones, con sus consecuentes beneficios económicos.

La semana pasada, al bendecir la ampliación de las instalaciones de la Expo Guadalajara, Sandoval Íñiguez afirmó categóricamente que la única revolución benéfica para el país fue la que hicieron los cristeros. Sentenció que esa página de la historia de México es la más gloriosa, es la verdadera revolución de México. Si [por] revolución entendemos que un pueblo se levanta, pues es la única, pues las demás fueron guerras; lo que llamamos la revolución de 1910 para adelante eran luchas de caudillos, eran luchas de caudillos por el poder (nota de Jorge Covarrubias, La Jornada Jalisco, 18/08/2011). Pero fue más lejos, al reiterar que la muerte de los mártires no debe pasar desapercibida para la sociedad mexicana, e incluso abogó porque se introduzca en los libros de texto de primaria y secundaria el tema de la persecución religiosa.

El arzobispo de Guadalajara ya está en los días finales de su ejercicio en la cúpula eclesial católica. En 2008, cuando cumplió 75 años de vida, presentó su renuncia al Papa, como marca el Código de Derecho Canónico. El Vaticano informó al prelado jalisciense que no se aceptaba de inmediato la renuncia, sino que debía permanecer hasta nuevo aviso al frente de su arquidiócesis. Por tanto, la permanencia en el cargo ya se alargó considerablemente, y falta poco para que se conozca quién lo remplazará en la importante diócesis de Guadalajara.

Quién sabe si el pronto ex arzobispo de Guadalajara se dedique a robustecer su tesis histórica sobre la única y verdadera revolución cristera. Tal vez elija comenzar a impartir doctas conferencias académicas sobre la naturaleza de la Revolución mexicana. De ser así, habremos de ver su nombre junto a reconocidos historiadores e intérpretes del hecho armado y político que irrumpió en 1910.

Por su originalidad interpretativa, la explicación de Sandoval Íñiguez posiblemente debiera tener lugar en algún añadido del libro coordinado por Stanley Ross (¿Ha muerto la Revolución mexicana?, y aparecer junto a Luis Cabrera, Jesús Silva Herzog y Daniel Cosío Villegas. A los tres les llamó Ross los sepultureros de la Revolución, porque cada uno concluyó, aunque por muy distintas razones entre sí, que la Revolución había fenecido. Autores posteriores brindaron otras conclusiones, entre ellos Adolfo Gilly, en su estimulante obra La revolución interrumpida, y Arnaldo Córdova, en La ideología de la Revolución mexicana. Otros estudiosos de generaciones recientes se han ocupado de dilucidar qué sucedió con el movimiento revolucionario de 1910. Faltaba la insustituible contribución de Sandoval Íñiguez.

Fiel a su cosmovisión integrista católica, el cardenal está plenamente convencido de que la insurrección cristera fue para defender la libertad religiosa. Así lo creyeron también sencillos campesinos que se fueron al frente de batalla para combatir el supuesto ateísmo que, a sus ojos, impulsaba el gobierno de Plutarco Elías Calles. Los encargados de difundir la especie de que estaba en peligro la existencia del catolicismo en México fueron los sacerdotes, sobre todo los obispos y arzobispos que alentaron la formación de contingentes armados para la nueva cruzada contra los infieles enemigos.

Los mártires que defiende Juan Sandoval fueron muchos de ellos consumados asesinos y perpetradores de actos terroristas. La guerra cristera fue precisamente eso, una guerra, y los bandos enfrentados cometieron excesos. Es cierto que las fuerzas federales no se tentaron el corazón para colgar de árboles y postes los cuerpos inertes de cristeros. Pero también es verdad que los cristeros empalaban y/o desorejaban maestros, a quienes consideraban agentes de la descatolización de México. Curiosos mártires, que enfrentaban a sus perseguidores con armas y pertrechos previamente bendecidos en misas impartidas por celosos sacerdotes, que les enviaban a terminar con las vidas de sus adversarios.

Firme creyente en la guerra santa, el cardenal metido a historiador disminuye las atrocidades cometidas por los cristeros. Lanzó su disparate al estilo de quien se la pasa anunciando que se va y no termina por irse. Junto con sus contertulios alza la voz y dice que es la última y se va, pero reincide y perpetra una nueva insensatez. Pero como las autoridades federales encargadas de marcarle un terminante alto lo dejan hacer a su gusto, quién sabe cuántos dichos cardenalicios más habremos de oír.