oronto, 13 de septiembre. Uno de los títulos con mayores expectativas en el festival de Toronto ha sido Shame (Vergüenza), segundo largometraje del británico Steve McQueen y recién ganador en Venecia del premio al mejor actor, para Michael Fassbender. La película puede verse como un complemento a su opera prima Hambre (2008). Si en aquella el castigo al cuerpo, mediante una huelga de hambre, era la principal obsesión de un prisionero político (interpretado por el mismo Fassbender), en este caso es la gratificación sexual lo que obsesiona al protagonista.
En apariencia, Brandon es un ciudadano normal y exitoso de Manhattan. Sin embargo, oculta una adicción al sexo casual, la pornografía, la masturbación y todo lo que pueda satisfacer su insaciable deseo. De manera sintomática, el hombre es reacio a cualquier forma de contacto o intimidad. La persona más cercana a él, su hermana Sissy (una afectiva Carey Mulligan), lo encuentra demasiado distante a sus constantes llamados de ayuda. Un descenso al infierno, por lo menos por una noche, parece inevitable para Brandon.
Con la distancia formal que establece frente a su personaje –casi siempre aislado por su entorno–, McQueen evita cualquier insinuación de explotación sensacionalista del tema. Al mismo tiempo, el realizador y coguionista sortea el mayor peligro de una película sobre adicciones: el ceder a fáciles sicologismos y, peor, juicios morales. Shame hace asimismo una pertinente observación social. El comportamiento de Brandon es sólo la versión patológica de los rituales sexistas del común de los hombres heterosexuales contemporáneos.
Hablando de patologías, al veterano director William Friedkin le gusta provocar reacciones extremas en algunas de sus películas (El exorcista sigue siendo el ejemplo supremo). En su más reciente, Killer Joe, se ha basado en la adaptación de Tracy Letts sobre su homónima obra de teatro para ejercer una comedia negra al estilo Texas noir. La acción parte de una familia de basuras humanas que habita un tráiler y planea enriquecerse con el asesinato de la madre de los dos hijos, ahora casada con otro malviviente. Para ello se contrata al personaje titular (Matthew McConaghey, por una vez convincente), un sicópata temible que, previsiblemente, se volteará contra sus tontos contratadores.
Sin llegar a la autocomplacencia cínica de El asesino dentro de mí (Michael Winterbottom, 2010), y muy eficaz en sus propios términos, Killer Joe contiene un par de secuencias calculadas para indignar a bastantes miembros del respetable. Para el director que no tuvo reparos en filmar a una adolescente poseída masturbándose con un crucifijo, es sólo cuestión de estilo escenificar una golpiza a una mujer que acabará sometiéndose a simular la felación a una pierna empanizada de pollo.
Por otra parte, la afamada organización impecable del festival de Toronto se ha topado con algunos inconvenientes debidos a las nuevas instalaciones, que el año pasado no estaban terminadas del todo. Quien diseñó los suntuosos espacios no tomó en cuenta que, en ocasiones, tendrían que acomodar a grandes multitudes. Entonces los encargados se han hecho camote intentando mover a la prensa mediante subsecuentes conferencias de prensa, que antes se hacían en hoteles con diversos accesos. Igualmente, los proyectores digitales a veces se han negado a funcionar. Como todo lo computarizado, son sistemas caprichosos. Hace unos días, la función de The Descendants se retrasó una hora porque nadie lo podía echar a andar. Eso nunca sucedía con los proyectores de 35 mm.
lgtsao@hotmail.com - http://twitter.com/@walyder