urgen cada vez más los reclamos sociales ante la gestión política y las repercusiones de la crisis. Nueva York se suma a Atenas y las diversas ciudades españolas donde las protestas comenzaron hace ya unos meses. Así, se desvía, aunque sea de manera todavía marginal, la atención puesta primordialmente en los elementos puramente financieros de la crisis económica instalada en Europa y Estados Unidos.
El llamado a Ocupar Wall Street es parte del denominado movimiento de protesta en contra de las inequidades del sistema económico. La protesta se extiende a ciudades como Boston, Chicago, Washington y Los Ángeles. El fin de semana la policía cercó a los manifestantes de Nueva York en el puente de Brooklyn, y 700 personas fueron arrestadas. No es común ver actos de este tipo en esa ciudad, núcleo financiero del mundo.
Al mismo tiempo, las huelgas en Grecia impiden materializar los acuerdos para el ajuste fiscal pactado entre el gobierno y la llamada troika, que encabeza las negociaciones de la deuda: la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI.
Los funcionarios no logran acabar el presupuesto para el año entrante y persiste la incertidumbre sobre el rescate, mismo que parecía haber avanzado hace unos días cuando el Parlamento alemán aprobó el aumento de los fondos para financiarlo. No parece haber un paso decisivo para zanjar la crisis del euro.
En España, en plena lucha para las elecciones generales del 20 de noviembre, se aplican con todo rigor y a diestra y siniestra los recortes a los gastos sociales, especialmente en salud y educación. Los políticos compiten por ver dónde recortan. Se insiste, por supuesto en la necesidad de hacerlo; poco se discuten, en cambio, los efectos que provocarán en los que reciben esos servicios públicos y en quienes los prestan. Nadie proyecta el impacto social e institucional más allá del plazo más inmediato, lo que es una gran irresponsabilidad. Pero, mientras, el Banco Central de España nacionaliza cuatro cajas en quiebra por los excesos cometidos en el mercado inmobiliario.
En Europa y Estados Unidos se achica de modo muy notorio el horizonte social asociado con un arreglo eminentemente financiero. La supeditación de uno al otro tendrá consecuencias graves sin duda, sobre todo en un entorno de lento crecimiento de las economías, como el que se prevé actualmente.
Reponerse de los ajustes fiscales que ahora se imponen no será simple en términos financieros ni fiscales, y tampoco políticos. Para alcanzar un nuevo periodo de estabilidad financiera y salvaguardar la posición de los bancos se está provocando una severa fractura de estructura social.
Hay dos cuestiones que pueden distinguirse. Primero, la estabilidad tiene que ser productiva y, por lo tanto, no quedar plantada en el estancamiento económico con elevado desempleo. Eso está hoy lejos. Segundo, la operatividad del sistema de financiamiento es necesaria en el modo prevaleciente de generar riqueza e ingresos, pero la restructuración en curso abona la ineficacia del crédito y asigna de modo muy ineficiente los recursos.
Ambas cuestiones se enfrentan de modo tal que se desquicia la posibilidad de producir más y emplear a la gente e, igualmente, se está provocando una creciente inequidad que atenta ya hasta con las formas elementales de la convivencia.
Se configura, entonces, una sociedad crecientemente confrontada. Se desplaza de modo visible una concepción útil de la responsabilidad social adaptada a las condiciones estructurales del sistema económico tal y como funciona actualmente. Hay una huída de la concepción y la práctica de la política hacia un individualismo bárbaro que se enfrenta a la naturaleza de las interrelaciones sociales de una economía de mercado. El sistema se ataca a sí mismo sin resistencia inmunológica.
En medio de esta disputa está el carácter del Estado y su relación con el mercado. No es una relación exenta de contradicciones y excesos que tienen que debatirse. Pero el arreglo que durante un largo tiempo prevaleció en este terreno, identificable con el llamado Estado de bienestar surgido tras la crisis de los años treintas, se empezó a desmantelar en la década de 1980 y la globalización le ha dado la puntilla que parece definitiva.
Los partidos políticos más conservadores en Estados Unidos y en Europa avalan de modo abierto el embate contra el Estado y su papel en la cohesión social que no provee el mercado. En esta pugna arrastran a los partidos liberales y de izquierda. El caso del PSOE en España expresa hoy a las claras esta situación y también el de los demócratas en Estados Unidos.
La cuestión clave de la crisis financiera de los países más desarrollados bien puede residir en la presión para replantear la estructura social y el papel del Estado. En lo económico deberá, según lo que hoy ocurre, cumplir metas establecidas de manera técnica para mantener sanas
las cuentas públicas y una estabilidad que asigne la rentabilidad entre los diversos agentes económicos sin compensaciones sociales. Se trata, pues, de la posibilidad de alguna responsabilidad social con un Estado reducido a una escala mínima.