e quién se podía reír más que de sí mismo. Darnel se encontraba divertidísimo. Y a veces exasperante. No dejaba de sorprenderlo su capacidad infinita para meterse en líos por definición innecesarios. Eso que llamamos complicarse la existencia, aunque le ayudaba a sobrellevar el tedio de su, por otro lado, estable y predecible vida como investigador de tiempo completo en la universidad, dedicado a descifrar las fichas de sus asistentes y pontificar luego sobre problemas sociales específicos en lugares que prácticamente desconocía en las montañas de Guerrero y Veracruz. Su especialidad. En el instituto. Nunca le faltaron grants para su modus operandi. Publicaba. Lo entrevistaban. Etcétera.
Sólo a él, que se la pasa debiendo dinero quién sabe por qué, se le pudo ocurrir meterse simultáneamente con una alumna, muy despierta, de licenciatura, y con la mujer del jefe de la división a la que pertenece el instituto universitario donde estaba su departamento. Todo en el mismo edificio de luminosos pasillos dedicados a la devoción académica con intrínseca inclinación a la burocracia. En materia de chismes, peor que un pueblo chico sólo una oficina o un salón de clases. Y más si tuviste el tino de enemistarte con el sindicato por pasarte de majadero con un trabajador de base en el estacionamiento.
Realmente era un chiste. Trataba de convertirse en alcohólico. Con esfuerzo, le faltaba la vocación del briago. No te mides Darnel, se decía en las madrugadas arrodillado ante el sagrado wáter, te van a caer un día, hasta vas a perder la plaza y ni el sindicato te defenderá. Te va a dar un infarto. Acabarás yéndote a una isla desierta a perder el tiempo para siempre.
Pues no era su triángulo amoroso en la vitrina universitaria el mayor de sus problemas. Bueno, es que, bueno, Darnel había estado prestando su casa. No su casa, su bodega en el sótano del edificio. Con otra llave y todo. Para que su primo Antonio guardara cosas. Por no preguntar qué cosas ofrecieron pagarle más de lo que le urgía para surcir sus baches financiero-existenciales, incluyendo las costosas escapadas a Huatulco y Los Cabos a congresos que nunca eran ciertos pero generaban intereses en la tarjeta. Las. Tarjetas.
Ahora Antonio había dejado de pagar la cuantiosa renta. Dicho de mejor modo: Antonio desapareció. Y dejó el sótano cargado, Darnel no quería saber de qué. Para colmo rondaban patrullas el edificio, y gente rara las esquinas. Había visto accionar detectores de metal en las inmediaciones y perros que parecían entrenados, aunque sus amos recogieran sus deposiciones para disimular, a él no lo engañaban.
Llamada de Moreno, el director de la división, el marido de Irma, su amante. Amigo de años, pero nunca lo citaba en su oficina. Que a la brevedad. Sonaba molesto. Por la ventana vio estacionarse una Van azul marino de vidrios polarizados. Y quedar ahí. Nadie bajó. Como si hubiera estado siempre estacionada. Sospechosamente inmóvil. Y Moreno en la línea. Si, nos vemos mañana, questés bien.
Amerita mencionar que Irma estaba embarazada (tiene, con Moreno, un hijo adolescente). Presuntamente de Darnel. Y Estefanía, el romance barely legal que lo traía infatuado hasta la ignominia, también. Mírate nada más, se dijo. En sus cuarentas tardíos y ya entrecanos años habías logrado mantenerte sin hijos, y aunque casado dos veces, básicamente libre de compromisos.
Bueno, ahora tenía uno, en la corte. El otoñal padre de Estefanía, prominente abogado y vaca sagrada de la misma universidad, lo había demandado, Darnel no acababa de entender bajo qué argumentos. Lo que enfureció al decano jurista fue enterarse del embarazo.
Respiró hondo y dejó el departamento donde vivía. Bajó a la calle. Caminó en sentido opuesto a la Van azul, se metió en un Oxxo y con decisión tomó un celular de la vitrina, del mostrador una botella de vodka y una caja de condones que ya para qué, verdaderamente, y se echó a correr. No volteó a ver si lo seguían. Corrió otras cuatro cuadras.
Se sentó a esperar. Abrió el Absolut de naranja y dio un trago. Qué fuego, Dios mío. Si los agentes, o lo que fueran entraban a su departamento, iban a encontrar su colección de instrumentos sado-maso, aunque, se autojustificó, nunca los usaba. Se olía que las cosas
dejadas por Antonio allá abajo antes de desaparecer eran armas de algún calibre inconfesable. Lástima, tan bonita colonia. Y dio otro trago de Absolut.
¿Iba a dejar que lo agarraran o echaría a correr? Pensó, con nostalgia adelantada, en los quesos finos que le gustaban casi tanto como escuchar en trance las cantatas de Bach. No tenía ganas de emborracharse. Y el celular, ¿para qué?, no tenía a quién llamar. De los condones mejor no hablamos.
Le hubiera gustado contarle a Rocaño, su sicoanalista, ¿qué crees que me robé de un Oxxo? Al shrink le iba a dar tanta risa como a él le estaba dando, allí en banqueta. Empezó a llover. Recio. Y los carros salpicaban.