l referirse por primera vez a las protestas de los manifestantes estadunidenses en los alrededores de Wall Street –que ayer arribaron a su vigésimo día y se extendieron a Washington y a una decena más de ciudades en el vecino país–, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, dijo comprender el malestar de los manifestantes; responsabilizó por el descontento social al Partido Republicano –el cual ha peleado cada pulgada
para evitar las reformas que hemos llevado adelante
– y sostuvo que las movilizaciones en curso incidirán de manera política en 2012 y más allá de esa fecha
.
No puede negarse que las protestas que se desarrollan en el distrito financiero de Manhattan y en otras ciudades del país vecino derivan fundamentalmente de la incapacidad de las autoridades de Washington para lograr una reforma eficaz en su sistema financiero, que meta en cintura a los banqueros y a los capitales especulativos, y que evite la socialización de los costos de la crisis económica, como ocurrió tras los descalabros financieros de hace dos años. Pero la responsabilidad por tales omisiones recae en el actual ocupante de la Casa Blanca y en su partido tanto o más que en la oposición republicana
: aun reconociendo la intransigencia legislativa de esta última, y sus empeños por frustrar todas y cada una de las propuestas de Obama, no puede olvidarse que el actual mandatario dispuso, durante la primera mitad de su mandato, de una mayoría legislativa y de un capital político que habrían bastado para sacar adelante algunos de los postulados más avanzados de su programa de gobierno –entre los que destacaba una reforma al sistema financiero–, y que ha contado siempre con potestades administrativas para emprender la necesaria reorientación de política económica y social en ese país.
Sin embargo, ya sea por falta de voluntad, por cálculo político o por presiones de los estamentos industriales y financieros que en buena medida mueven los hilos del poder real en Washington, Obama no ha sido capaz de concretar medidas de contención a la voracidad especuladora ni de impulsar, desde el gobierno, el bienestar de la población. Por el contrario, a casi tres años de que arrancó la actual administración, el poder político en Washington sigue siendo, en general, un gran mecanismo para aceitar negocios privados y, para colmo, la reactivación económica prometida por el primer afroestadunidense que ocupa la Casa Blanca se tambalea ante los barruntos de una nueva recesión.
Así pues, si bien es cierto que las acampadas en Wall Street han dado voz a la frustración de muchas personas
–como sostuvo ayer Obama–, dicho repudio no se limita a la oposición republicana
en el Capitolio, sino está dirigido también contra el Ejecutivo.
Con ese telón de fondo, resulta impresentable el empeño del mandatario por hacer pasar como potenciales aliados electorales suyos a los protagonistas de las expresiones de descontento social en curso. Con tal actitud, Obama termina por dar la razón a los inconformes, quienes han denunciado la inmoralidad de un establishment subyugado a los intereses de los poderes fácticos, ajeno a la realidad que viven los núcleos más desprotegidos de la sociedad de ese país –no pocos de los cuales sufragaron hace tres años por el propio Obama– y que exhibe ahora, para colmo, por voz del propio presidente, su incapacidad de comprender la naturaleza de fenómenos como el de los manifestantes de Wall Street: otra muestra de esa falta de entendimiento y perspectiva la dio ayer mismo el vicepresidente Joe Biden, quien sostuvo que las protestas iniciadas en la calles de Nueva York “tienen mucho en común con el Tea Party”, pese a las marcadas diferencias existentes entre ambas corrientes en cuanto a orígenes, ideologías y objetivos.
La circunstancia no deja de ser lamentable, pues el actual mandatario llegó a la Oficina Oval con las banderas de la transformación del modelo social y económico imperante y con la promesa de incorporar las necesidades de la gente a las prioridades del gobierno. Hoy, sin embargo, con afirmaciones como la comentada, Obama refuerza los sentimientos de frustración y de fracaso para las corrientes progresistas y los sectores lúcidos de la sociedad estadunidense que confiaron, hace tres años, en sus promesas de cambio
, y abona, de paso, a la pérdida de alternativas electorales y de representación política real en el vecino país.