or coincidir con el 47 festival de cine de Chicago, uno ha tenido la oportunidad de presenciar el concierto del cantante y compositor Bryan Ferry en la Civic Opera House de esa ciudad, para promover su disco más reciente, Olympia, editado hace un año, precisamente. A pesar de la recesión, el concierto –a 100 dólares los asientos caros– es un éxito de taquilla, con muy escasos lugares desocupados en un gran teatro con cuatro gayolas. Aunque el disco ha recibido críticas positivas, no cabe duda que la nostalgia ha sido la principal motivación: la mayoría de los asistentes rebasan los 50 años, en un afán por recuperar sus años de reventón juvenil.
El espectáculo cumple con la fantasía. Vestido de traje oscuro y con la misma pinta que, arrugas más arrugas menos, ha lucido desde los años 80, Bryan Ferry es un conservado icono del posmodernismo cool. Un profesional tinte de pelo lo hace lucir bastante más joven que sus 65 años. Sin embargo, lo más admirable es comprobar cómo el tiempo no ha mermado su capacidad vocal, tan elegante y al mismo tiempo apasionada como siempre. (Por si las dudas, hay cuatro coristas en las labores de apoyo.)
La mera aparición de Ferry sobre el escenario desata una inmediata ovación de pie. El fenómeno más curioso es que hay pandillas de mujeres mayores que se comportan como las adolescentes que hoy gritan a Justin Bieber, como si no pesaran las canas, ni las lonjas. Es probable que muchas hayan experimentado, hace unos 30 años, su primer apretón lúbrico en la pista de baile, bajo alguna canción de Roxy Music.
No en balde el repertorio de Ferry se concentra en el puñado de canciones –Slave to Love, Don’t Stop the Dance, Love is the Drug– que fueron populares en las discotecas de antaño y, de alguna manera, vendían la noción de un hedonismo alimentado por el intercambio de fluidos y sustancias controladas. Lo que esas fans posiblemente no han considerado es que Ferry ha cantado más bien sobre el desencanto resultante de esas aficiones. Sus composiciones no son festivas, sino sobre el fin de fiesta, cuando lo único que queda es el sabor del amor perdido, del ritual inútil por vencer la soledad.
Pero Ferry también vende imagen. En ese sentido, el concierto es un espectáculo audiovisual, con imágenes alusivas proyectadas al fondo del escenario, un par de esbeltas bailarinas que aparece de vez en cuando y hasta una guapa virtuosa del saxofón y los teclados –la australiana Jorja Chalmers–, quien podría haber salido de una portada de disco de Roxy Music. El efecto podría resumirse como una edición decadente de la revista Vogue.
Lo decepcionante es que el sonido no sea nítido. Tal vez el ambiente cavernoso de la Opera House sea más apto para La Traviata, pero la mezcla cenagosa no le hace justicia al trabajo de un virtuoso de la guitarra como Chris Spedding (tan veterano, que uno ya daba por muerto), o del tecladista Colin Good. Lo que resuena sin problema es la batería contundente de Paul Thompson, único integrante original de Roxy Music en unirse a esta gira.
Como es de esperarse, Ferry no se arriesga con material desconocido. Del álbum a promover sólo interpreta un par de canciones. El repertorio se apoya en los caballitos de batalla, con todo y sus inmejorables versiones de Jealous Guy, de John Lennon, y Like a Hurricane, de Neil Young.
La ilusión es completa. La magia de la nostalgia ha vuelto a surtir su efecto. Aún así queda la pregunta en el aire: ¿por qué el concierto, de apenas dos horas de duración, tuvo que dividirse con un largo intermedio?
Twitter: @walyder