a conquista del gobierno por una rebelión masiva obrera, campesina y popular, que impone un parlamento de mayoría indígena y un presidente uru-aymara cuya lengua materna es el aymara, no cambia el sistema social imperante en el país, su inserción en el mercado capitalista mundial ni el carácter del Estado. A pesar de todas sus consecuencias importantes sobre las relaciones de fuerza entre las clases y los sectores sociales –o sea, sobre el funcionamiento del Estado, que es expresión de la misma– no es, sin embargo, más que un momento en un proceso en el que todos los días hay que conquistar nuevos cambios sociales, so pena de recaer en lo que las movilizaciones quieren cambiar.
Nada está adquirido de una vez para siempre, nada está firmemente conquistado y el proceso revolucionario fundacional no mantiene siempre el mismo vigor y la dinámica inicial. Porque el capitalismo provoca, inevitablemente, la burocratización de los movimientos sociales y del equipo gobernante, el cual sólo puede escapar a los peligros profesionales del poder
con un duro esfuerzo autocrítico y de renovación cultural.
En el caso de Bolivia se sobreponen y entremezclan tres revoluciones: la descolonizadora, por los derechos de los pueblos originarios, que son mayoritarios, y por la igualdad de ellos con los mestizos y blancos; la democrática y antioligárquica, por el pleno goce por las mayorías de los derechos que monopolizaba una minoría étnica y cultural, y por la creación de un estado de derecho y, por último, en germen, la anticapitalista, por un sistema social alternativo, la cual está presente en la historia boliviana en la generalización del poder dual y del poder popular frente al poder el Estado, incluso cuando éste contaba o cuenta con un gobierno ampliamente mayoritario (como el primero del MNR o el de Evo Morales).
La primera de esas revoluciones se apoya en el reconocimiento de que el Estado es plurinacional y, por tanto, en el establecimiento constitucional de una discriminación positiva en favor de los pueblos originarios, cuyas lenguas, culturas, usos y costumbres, y justicia popular, y cuya autonomía deben coexistir –con toda su diversidad– con la justicia, la legislación y el aparato estatal capitalista, que se proclama republicano y considera universales las leyes e instituciones del mismo que la revolución democrática intenta imponer.
Dada la subsistencia de la explotación capitalista de los trabajadores y oprimidos, por el capital internacional y sus agentes y socios menores, a cada rato reaparecen los gérmenes de la tercera revolución, la anticapitalista, bajo las diferentes formas de los órganos de poder de abajo
que surgen como Estado en creación en los conflictos enfrentándose al gobierno del Estado central, que está guiado por las necesidades del desarrollo capitalista y por las exigencias de la economía mundial.
El gobierno está forzado a exportar minerales y productos agrícolas primarios para tener divisas para el funcionamiento estatal, la reducción de la miseria y la ignorancia, y el crecimiento económico del país. Mantiene así una política neodesarrollista, extractivista y una agricultura capitalista de exportación que choca con el hambre de tierras de la agricultura campesina y con la defensa de los bosques y los recursos naturales (agua, maderas, biodiversidad). Considera, por ejemplo, que es lógico y legal que los pocos dirigentes de una trasnacional minera o petrolera afecten gravemente el ambiente de todos, pero no que 10 mil indígenas, con su modo de vida no capitalista, se opongan al trazado de una carretera internacional que destruirá su territorio y les opone el consenso de los talamontes, cocaleros, pequeños comerciantes, funcionarios y clases medias mestizas o indígenas de las zonas integradas en el capitalismo a este plan en beneficio de los empresarios brasileños.
De modo que para el gobierno de aymaras y mestizos integrados, los guaraníes son salvajes
que deben ser ignorados o reprimidos o, peor aún, los consideran tan atrasados que se dejan manipular siempre por Estados Unidos o los terratenientes. Este es el precio de teorizar la formación, como hizo el vicepresidente boliviano, de un capitalismo andino
, o sea, la suma de una incipiente burguesía aymara que explota bárbaramente la mano de obra familiar y el trabajo semiesclavo para asegurarse una acumulación capitalista primitiva con el acuerdo con los dirigentes de los movimientos sociales (el MAS), que remplazan en los hechos a los ayllus comunitarios, porque éstos están en proceso de disgregación debido a la emigración y la urbanización. Quien trabaja para construir un capitalismo nacional diferente, cierra la vía a una alternativa al capitalismo y perpetúa en su país la dependencia, la explotación, la desigualdad, el atraso.
Como no es posible borrar del mapa a los pueblos originarios orientales ni tampoco crear una reserva natural en una parte del TIPNIS para que vivan allí en un área protegida, como viven los elefantes o los rinocerontes de Kenia, no hay otra alternativa que respetar la Constitución, aceptar la voluntad de los pueblos guaraníes, que no fueron consultados previamente sobre el trazado de la carretera, y modificar el trazado del proyecto para preservar el TIPNIS.
Una alternativa a las imposiciones económicas, políticas e ideológicas del capitalismo no es posible sin la participación consciente y voluntaria de los indígenas y de los indígenas-campesinos, los cuales deben sentir que son protagonistas del cambio y crecer con éste en una visión solidaria y a escala más vasta que su propio territorio, de la construcción de la unidad de las autonomías y las diversidades.