a iniciativa de fincar la posibilidad de crear gobiernos de coalición ha redefinido el debate de los recientes días ante la proximidad de la fecha en que los partidos deberán elegir a sus respectivos candidatos para los comicios presidenciales del año próximo. En rigor, hay dos espacios en los que esta accidentada senda se dirime en una acotada disputa que puede marcar los paralajes de la contienda.
El primero es el de los postulantes, cuyas candidaturas parecerían (hasta ahora) aseguradas (Cordero en el Partido de Acción Nacional y Andrés Manuel López Obrador en el Partido del Trabajo), que de alguna manera expresan los extremos (en la izquierda y en la derecha), en una escena donde el único auténtico extremo está representado hoy por quien (siempre desde la lejanía de una pantalla de televisión) ejerce los simulacros de Los Pinos. El otro espacio, más tumultuoso, está conformado por esa suerte de arenas Coliseo, que abarcan, de un lado, al Partido Revolucionario Institucional y, del otro, al Partido de la Revolución Democrática, acotados hoy por la perspectiva del gobierno de coalición
. Que hoy se multiplique la atención sobre el segundo lo garantiza el hecho simple de que el PRI, como sucede desde 1988, llega a la antesala de la contienda presidencial sin haber logrado fijar la legitimidad de un solo candidato.
Lo obvio es que al tres para las 12 Peña Nieto tiene todo menos la candidatura nacional de su partido. Podría incluso no tenerla a las 12 y cuarto, cuando ya haya comenzado todo. Desde 1994, siempre suceden eventualidades. Nada garantiza hoy que un candidato como Peña Nieto pueda poner fin a ese dilema en que el PRI no logra encontrar la ecuación que homologue su poder regional con su legitimidad nacional. No hay que olvidar que en la trompicada historia electoral de las últimas tres décadas una cosa son las elecciones regionales, y otra muy distinta los comicios nacionales.
El PRI conoce bien (casi como un síndrome) esta brecha que lo ha llevado a perder ya en dos ocasiones la contienda por Los Pinos.
Gobiernos de coalición
han existido desde 1994, cuando Ernesto Zedillo convocó a un panista a la Procuraduría General de la República, que acabó encomiando las pesquisas sobre el caso del hermano de Carlos Salinas de Gortari a los buenos oficios de La Paca, veterada vidente de homicidios inexplicables. Los dos gobiernos panistas (el de Fox, 2000, y el de Calderón, 2006) han constelado generosas y plurales
alianzas. Si se hace el recuento de las carteras del gabinete entregadas a la tecnocracia priísta en estos 12 años, su mejor definición sería acaso la de gobiernos de coalición
.
Si no, cabría que preguntarse por qué Carstens, inicialmente en Hacienda y después en el Banco de México, primero habla con Zedillo antes de de contestar el auricular rojo que tintinea en su oficina desde Los Pinos.
En principio, el país ha sido gobernado por coaliciones entre el PRI y el PAN en los pasados 18 años. Coaliciones siempre a la sombra, o si se prefiere, vergonzantes. El PAN nunca ha definido a sus administraciones de esa manera, porque apuntó a la vieja retórica ruizcortinista de hazlo, pero no lo publiques
; siempre, con la idea de que reconocer oficialmente una alianza con el tricolor la traería dimisiones en sus filas y recortes de rating en el electorado.
Por su parte, el PRI supo cogobernar sin capitalizar el descrédito que implica cualquier ejercicio de gobierno. Algo así como: en la fachada, a la oposición, en la práctica, en el cogobierno.
¿Se ha agotado este mecanismo?
Al parecer no. En el columpio de este siempre difícil equilibrio, el PAN está ahora abajo, y el PRI arriba. Los términos de la coalición, se piensa, se invertirán simplemente: el tricolor en los Pinos y el blanquiazul en el gobierno.
El concepto de gobierno de coalición
, que prospera en la propaganda tanto de Manlio Fabio Beltrones como en la de Marcelo Ebrard, es hoy la signatura de una simple consigna de quienes: a) pretenden abrirse espacios que nunca acaban de ganar o b) negociar el espacio que nunca acabarán de abrir.
Lo lastimoso es observar a ese sector de la intelectualidad –hoy prácticamente oficial, siempre solícita, siempre esperando las señales del próximo acceso– legitimar esta simulación.
El mismo sector
que fue tan decisivo en 2006 para bloquear la posibilidad del conteo del voto por voto y apuntalar así una elección que se ha revelado, a lo largo de este desgarrador sexenio, como una de las mayores catástrofes de la historia política reciente.