Arenas del tiempo, FIC 2011
Virpi Pahkinen, Aajej
ajej es una obra extraña, inusitada y poco común. La coreógrafa finlandesa Virpi Pahkinen baila con tres intérpretes notables y acompañada de un músico en un extremo del foro, quienes, con imaginativo vestuario, crean una atmósfera que, según el programa de mano, trata sobre el recorrido del viento, “la brisa nórdica que hace un vuelo azul, del viento suave y tibio de las dunas del desierto, del feroz y electrificante vendaval que genera los tornados y del brutal Bajaj, formado por los remolinos del norte de África, tan fuerte, que para enfrentarlo hay que hacerlo con una espada... y después, ¿qué queda?”
Durante 60 minutos, en el teatro Principal de Guanajuato, en el 39 Festival Internacional Cervantino se desplegó un imaginativo exotismo en el vestuario, diseñado por la talentosa HelenThorsell, así com la iluminación de Miriam Helleday. Los movimientos, la música y la danza nos transportaron a épocas remotas e imprecisas que, sin embargo, nos hacían sentir el aroma y la plástica de remota antigüedad, del chamanismo, la religiosidad, las deidades y los rituales, etcétera; todos concebidos por esta creativa artista de cabeza rapada al estilo budista y trenzas pequeñas, quien mantuvo la atención y silencio absoluto de un público absorto en la imaginación.
De alguna manera, la obra nos introduce en la antigua sacralidad de la danza poblada de magia, deidades y fuerzas en conflicto que durante milenios antiguas culturas han expresado de diferentes formas: arquitectura, pintura, danza e indumentaria. Nos hablan de un pasado remoto apenas rescatado de las arenas del tiempo.
El exotismo del vestuario, la música, la iluminación y, sobre todo, la gramática, el lenguaje corporal –absolutamente original, pero influido de milenios de expresión misteriosa y ritual, traídos por el viento ancestral del sincretismo cultural universal–, hacen de esta obra una lectura agradable y comprensible de formas antiquísimas, registradas en multitud de diseños y expresiones del mundo antiguo, las cuales esta interesante coreógrafa rescata de forma sensible y creativa para el público del siglo XXI.
Virpi Pahkinen, nórdica y de esbelto cuerpo –indudablemente entrenado en el ejercicio físico de la danza, sin que se pueda saber de qué tipo o escuela–, de algún modo nos recuerda las audaces concepciones artísticas orientalistas de principios del siglo XX, que, entre algunas otras, inventaban una danza personal convincente, fuera de los cánones del academismo generalizado pero de profunda raigambre en el desarrollo de la danza, elemento místico y ritual aparecido desde que la criatura humana pudo expresarse con movimientos, diseños y sonidos, en amplia conjunción con las deidades y fuerzas de la creación del mundo.
En todo ello el epicentro de la obra parecen ser la fuerza de la naturaleza y la devoción del hombre por su propio panteón de divinidades. Es un ámbito espiritual donde los elementos fundamentales de la creación de la vida –aire, agua, tierra y fuego– forman parte de una cosmogonía, la cual actualmente parece estar en juego debido al inmenso salto cualitativo que han dado la ciencia y la tecnología, capaces de crear una nueva filosofía y escala de valores en el significado de la propia vida humana y del planeta.
Es indudable el hechizo que ejerció sobre el público el trabajo de este grupo, pues aplaudió insistentemente la representación de otra forma de danza de los países nórdicos
Sus extraordinarios intérpretes, como Kaolack (Pape Ibrahima Ndiaye), gran bailarín de Senegal, África, y su impactante personificación de una increíble deidad de ébano viviente, sin duda, dejaron al público con el deseo de ver más desarrollado el potencial de sus formidables pero breves secuencias de movimientos, así como su gran carisma y personalidad.
Oskar Landsrom, con su imponente figura y sus fantásticos braceos y caminadas fluidas y veloces de lado a lado del escenario, parecía realmente el alma del viento; demostró ser un bailarín sui generis, de fuerte presencia y dominio completo del cuerpo, con una técnica que lo hace ver y sentir en la madurez precisa de los buenos bailarines. También, la estupenda Henrietta Walberg, sólida y elástica, de gran proyección, parecía una deidad de la madre Tierra; poderosa y pródiga en su lenguaje corporal, así como la propia Virpi, por momentos transformada en la figurilla larga y espiritual de diosa surgida de algún antiguo templo budista, de extraños y fascinantes movimientos por momentos animales y otras veces tan espirituales, que parecía invocar el mantra de la vida.
La música alucinante de Jonas Sjoblom –con percusiones, vibráfono y flauta–, por momentos acompañado por la propia Virpi al piano, sorprendió un tanto, pero causó la sensación del ritual, del misterio y la magia de una cultura antiquísima plagada de dioses y fuerzas incomprensibles, todo lo cual produjo un efecto extraordinario y enriquecedor. Fue otra manera de hacer y entender la danza.