éstor de Buen, en su artículo del domingo anterior publicado en nuestro periódico, comenta que muchas veces, terminada alguna lectura, se acerca al librero de novelas para iniciar una nueva.
Hace unos días se tropezó con el libro de Arturo Azuela Desde Saulin: historia de la ruta de Goya, que le llamó la atención por muchas cosas.
En primer lugar, por el tema mismo, ya que es admirador absoluto de ese pintor aragonés. En segundo lugar, porque Arturo se lo había dedicado y se sentía mal por no haber procedido a su lectura.
Finalmente, porque tres de los capítulos (XI, XII y XIII) están dedicados a los De Buen, particularmente a su abuelo, Odón de Buen, oceanógrafo excepcional, de fama internacional, nacido en Zuera, a unos cuantos kilómetros de Zaragoza.
Me fue muy grato enterarme que el espléndido escritor Arturo Azuela había escrito un nuevo libro, éste sobre Goya, pintor de mis pasiones. Tengo tiempo de no ver a Arturo, compañero de vivencias en los años de juventud en la colonia Santa María la Ribera, la calle de San Cosme y sus puestos de fritangas, los cines de barrio y la colonia San Rafael, la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y algunas veces en el tendido de la Plaza México.
A continuación relato un pasaje llamativo de la vida del genial pintor, que lo dibuja de cuerpo entero y espero resulte de alguna novedad para Arturo Azuela y Néstor de Buen.
El cardenal Martín Gonzaga, secretario y discípulo del papa Benedicto XIV, le pidió permiso una de esas mañanas de mayo de 1743 para expresarle que un pintor había solicitado audiencia con el propósito de hacerle un retrato.
Era un joven español llamado Francisco de Goya, quien había llegado a Roma con una cuadrilla de toreros
de quienes decían Rivera, González Velázquez o Bayer que en breves horas perpetuaría su imagen de tal forma que ellos no podrían hacerlo.
La audiencia fue concedida y al siguiente día el atrevido pintor español se presentó ante el pontífice.
Mucho se habló en Roma de la osadía del jovencito y no fueron pocos los cardenales que solicitaron de Benedicto XIV el favor de asistir a la entrevista.
Francisco de Goya y Lucientes compareció con aquel desenfado que lo caracterizaba y era el sello a la vez del hombre y el pintor que dejaría para la inmortalidad el cuadro Los desastres de la guerra, lección de vida para ese momento y para siempre.
Previa venia del Papa, Paquito de los toros
, como él se llamaba, sacó una modesta caja de pocos colores y saludando de manera reverente, comenzó a extender sobre la tela –con la soltura y el garbo que poseía– sobrias tonalidades carnosas, sombras azuladas tenuemente, detalles del birrete y sin limitar los contornos más que por las distintas coloraciones, hacía surgir la imagen de Benedicto XIV con tal facilidad y tan prontamente que el Papa mirábale admirado y los cardenales atónitos.
Fue una labor de pocas horas. Ya extendiendo con el pincel placas de color que parecían cristalizaciones de luz, ya con el dedo acariciando lo pintado y dándole una fuerza de plasticidad y de relieve extraordinario, Francisco de Goya seguía esbozando su obra y, a cada pincelada y a cada nuevo trazo, el artista murmuraba frases que eran como el credo de su arte personal.
El color no existe: todo es la luz misma, la sencillez lo es todo. Con dos tonos basta: si el efecto es justo, el cuadro esta terminado
, murmuraba el aragonés al tiempo que pintaba –Benedicto XIV hacíase repetir cuanto el pintor decía y con la mirada parecía aprobarlo.
“Los detalles huelgan –murmuraba ‘Paquito de los toros’– los detalles son lujo y el lujo es pecado.”
Al terminar y enseñar la tela al Papa, éste quedó admirado. En la misma forma los cardenales, deslumbrados, le prodigaban toda clase de adulaciones al pintor.
Benedicto XIV bendijo a Francisco de Goya y lo despidió formalmente con cariño diciéndole: “Esta obra notable te augura fama universal. No he de permitir que salga de esta casa y desde hoy será una joya de las galerías vaticanas. Anda por el mundo, hijo, que tu nombre vivirá, más de lo que tú puedas vivir…” y vaya que vive y sigue viviendo, el pintor de vivos y muertos y de toros y toreros.
“Acompáñenle y despídanlo –pidió a los cardenales el Papa– como lo haría yo mismo. Merece este honor quien ha producido tan bella obra. ¡Lo que puede un artista!”
Goya se alejaba y se detenía a contemplar la escena. Muchas mujeres lo saludaban y algo más y murmuraban ¡Lo que puede un artista!
Beritram, M.J. Álbum salón Goya, Barcelona,1903. Francés, J. La esfera de Goya, Madrid, septiembre de 1922