ás allá de la responsabilidad de los militares que han violado de manera flagrante e impune los derechos humanos de cientos de connacionales –como acaba de ratificar el reciente informe de Human Rights Watch–, la responsabilidad mayor recae en el comandante en jefe de las fuerzas armadas, Felipe Calderón. Fue él quien decidió profundizar la coadyuvancia
del Ejército y la Marina en la lucha contra la criminalidad y aceptó la estrategia de guerra irregular para combatir delitos del fuero común.
La declaración unilateral de combate a la criminalidad formulada en diciembre de 2006 colocó al país en los parámetros de una guerra civil. Entonces, ese hecho no tuvo una clara determinación jurídica. Pero conviene recordar que las fuerzas armadas no están formadas ni estructuradas para combatir el delito. Están instruidas, organizadas y estructuradas para defender la soberanía y la independencia nacionales, y el orden interno cuando es afectado por circunstancias tales que crean un estado de guerra. Los militares no empuñan las armas para reprimir un delito; para eso está la policía. Cuando el poder político recurre a los militares para exterminar
a un enemigo interno, está reconociendo tácitamente el estado de guerra. Pero la lucha entre familias mafiosas o cárteles de la economía criminal, o el ataque de organizaciones delictivas a políticos y funcionarios del Estado como forma de presión o represalia, no son considerados actos de guerra.
Desde un inicio, el discurso estatal en la lógica de exterminio de los malos, y las formas equívocas en que fue difundido desde el gobierno y por unos medios masivos disciplinados a los usos y costumbres del poder, generaron ambigüedad, pero Felipe Calderón logró el objetivo de colocar su
guerra –con la larga estela de ejecuciones sumarias, decapitados, torturados, desaparecidos y fosas comunes– como tema prioritario de la agenda pública.
La confusión deliberada entre esos dos planos de interpretación –guerra y delito– se ha mantenido constante durante sus cinco años de gestión, pero desde la llegada del dúo Obama/Clinton a la Casa Blanca arreciaron las presiones para asimilar las tácticas violentas de la delincuencia a las del terrorismo y la subversión política, como forma encubierta de criminalizar al enemigo como narcoterrorismo
o narcoinsurgencia
y preparar las condiciones para justificar la guerra sucia y el terrorismo de Estado. A la vez, el Estado se vio obligado a considerar la lucha contra la criminalidad como una forma de guerra irregular, dada la necesidad de introducir modificaciones jurídicas en la lógica de la seguridad nacional, preservando de paso el fuero militar, garante de la cuasi impunidad e inmunidad del estamento castrense.
A últimas fechas, la reticencia y oscilaciones del Estado a reconocer el carácter bélico del enfrentamiento contra algunas bandas criminales estuvieron determinadas por su naturaleza de exclusivo detentador de la autoridad pública y, por lo tanto, único competente para declarar una guerra, por constituir la autoridad legítima y prexistente sobre el territorio donde se desarrolla el conflicto. A mediados del año pasado, el cambio de guerra
a lucha por la seguridad pública
pudo haber estado determinado por la proximidad del fin del sexenio y el riesgo de que, al haber desarrollado una guerra injusta
, Calderón pueda ser culpado de delitos contra la paz, al haber iniciado un conflicto sin motivos legítimos, o por haber violado las reglas de la guerra, lo que lo haría sujeto de ser juzgado como criminal de guerra.
La calificación de guerra justa
o injusta
remite a una antigua doctrina de origen filosófico y religioso, que comprende el jus ad bellum (el derecho de iniciar una guerra en presencia de una causa justa) y el jus in bello (el código de comportamiento bélico). La guerra injusta
no posee una justa causa, pero no deja de estar sujeta a normas (consuetudinarias o positivas), que por lo general son las aceptadas por la convención de guerra vigente en su periodo histórico. No obstante, con frecuencia una guerra justa, regular o irregular, no respeta las normas. En ese sentido, predomina la visión de Clausewitz de que la guerra es esencialmente una actividad no sujeta a reglas, excepto aquellas que permiten alcanzar la victoria (que es entendida esencialmente como aniquilación del enemigo).
Los estados debaten esos problemas apoyándose en las teorías de los fines de la guerra, de los medios o instrumentos de guerra y de la proporcionalidad, teorías que forman parte del jus ad bellum y constituyen efectivas vallas de contención contra la guerra total
. Clausewitz habla de aniquilación del enemigo
. En la lógica del “exterminio de los malos” de Calderón, subyace no sólo la omisión gubernamental en el momento de definir a priori la moderación en los fines y en los métodos de la guerra
(verbigracia, la tortura, la desaparición y la ejecución extrajudicial), sino también la violación de los derechos humanos por parte de las fuerzas armadas.
Norberto Bobbio agrega a lo anterior que la guerra sea moralmente lícita, lo que no significa que deba ser obligatoria. Y frente a la distinción entre guerra justa
y guerra necesaria
, sugiere que hay que apelar a la ética de la responsabilidad, fundada en la previsibilidad de los resultados.
Según Bobbio, los gobernantes no pueden atenerse a la ética de las buenas intenciones y decir: la razón está de nuestro lado, por tanto, tenemos libertad de acción. Debe obedecer a la ética de la responsabilidad, valorar las consecuencias de sus propias acciones. Y estar preparados para renunciar a ellas, si estas acciones arriesgan producir un mal peor del que se quiere combatir. La reparación de la ofensa no puede volverse una masacre
. En el caso de Calderón, más de 50 mil muertes, 10 mil desaparecidos y miles de torturados lo condenan.