uan Pablo Sánchez que tomó la alternativa en la México tiene un decir propio, poético por su son y su creación torera. Qué lento, qué desmayado, qué ritmo tuvieron sus pases al sexto de la tarde, que levantaron a los aficionados de sus asientos. Aficionados que despertaron de la siesta que había sido la corrida. Lástima que todo esto fue realizado a un toro anovillado, sin fuerza, bobalicón.
Porque el toreo, como en la poesía, cuando es auténtica, encuentras ritmo, pausa y su armonía mágicamente sin medir ni contar nada, surgiendo por sí sola. Ya que el toreo como la poesía es algo más que la lógica, la geometría o la gramática. Ese algo más, es la gracia, el misterio, la voluptuosidad… en suma el duende del Bajío mexicano (no el andaluz), máxime si se trata de un torero que apenas iba a presentar su examen de tauromaquia. Que pese a haber realizado su preparación en ruedos españoles y tener una técnica y sitio, que da el pisar los ruedos permanentemente, tendrá que madurar.
Lo poco fogueado se mostró en la suerte suprema en la que dejó mucho que desear. En la misma forma en su terquedad de regalar un octavo toro después de tres horas y media de corrida, sin ninguna necesidad. Su faena, pese a haber hecho picadillo a su enemigo tuvo tal poesía que trascendió sus defectos en la suerte de matar a los toros y en regalar otro que resultó un becerro, sin caja, ni cara, ni trapío. Pese a todo salimos en la mente con la lentitud del toreo de Juan Pablo.
El toreo como la poesía es una forma de expresar el drama interior de todo hombre no encubierto por la técnica. La faena de Juan Pablo expresaba el drama de su vida que juega, baila y taconea la feria de Aguascalientes, mientras muy quieto frente al torito expresaba la atracción fatal del toreo cuando se tiene un decir propio.
Nuevamente los toros de Bernaldo de Quiroz, sin fuerza, agarrados al pisom recibían un picotazo y rodaban por el suelo. Los tres primeros, mansos totales y los tres últimos con más cara, más caja pero débiles. El sexto al que se encontró Juan Pablo tuvo más recorrido y alcanzaba a humillar, aunque la emoción que no tenía el toro la puso el torero. Castella pasó sin pena ni gloria y Octavio García El Payo estuvo valiente e incluso temerario hasta cortar una oreja a su primer enemigo y jugársela con el segundo, que traía jiribilla y le dio terrible voltereta. Sin explicación, parte de la plaza lo abroncó.