os diques que se intentaron para contener las ansias electorales de triunfo, o de adelantar a los contrincantes, se han roto. Las urgencias de la política, una vez más, han impuesto sus elásticas demandas. Nada por lo que sonar las alarmas. Simplemente la disputa por el poder no se ajusta a los gustos de una normatividad que, por lo demás, ha sido cambiante. Desde hace ya algunos meses la presión se venía mostrando incontenible. Los primeros en tomar posición fueron las formaciones de las izquierdas que, contra los deseos del sistema imperante que las quería ver boqueando sangre, resolvieron de una manera ejemplar sus tensiones internas.
El priísmo le ha seguido los pasos con diligencias no exentas de tironeos disfrazados de imperiosa unidad. El ahora candidato virtual, Peña Nieto, junto con el cerrado grupo de acompañantes cercanos, se esfuerzan por desmentir las inveteradas pulsiones y rituales que la estructura de apoyo les impone, atándolos, con fieros lazos, al pasado. Sin embargo, y como sugiere una priísta observadora (MALP), tal vez sea precisamente esa añoranza del pasado, lo que atraiga a buena parte del electorado. Los panistas, en cambio, siguen deshojando la margarita para clarificar las simpatías de sus militantes y adherentes. Los tres contendientes que decidieron seguir la ruta hasta el mero final poco atisban las muchas señales de la opinión encuestada, quizá en espera de un manotazo final desde Los Pinos.
Muchos fueron los obstáculos que tuvieron que sortear las izquierdas para unificar sus apoyos alrededor de un solo aspirante. El espacio público, dependiente del aparato de comunicación orientado por su opinocracia, había levantado dudas por doquier. La ruptura era esperada con pasión reiterativa. Los interesados alegatos iban y venían siempre en la misma dirección: López Obrador no respetará la prueba, se irá, de todas formas, montado sobre los partidos que lo han amparado desde hace ya tiempo inmemorial: el PT y Movimiento Ciudadano (antes Convergencia). Las baterías reaccionarias disparaban sus salvas con insistente cuan reiterada argumentación e intensidad creciente. Pero las posiciones se fueron uniformando, no sin ruda aspereza, sobre bases de sustentación endebles. Un hombre que no ha sabido perder (2006) tampoco respetará su palabra empeñada
era la consigna descalificadora que actuaba a manera de lógica determinista. Marcelo Ebrard será arrollado por la ambición del tabasqueño, sin importar que tenga la ruta al éxito cerrada, era la conclusión inevitable según la conseja general. Los ángulos negativos de su imagen le impedirán competir con posibilidades frente a los demás, se aseguraba en mágico concierto.
La desilusión que sobrevino con el acuerdo entre los dos aspirantes fue mayúscula. La opinocracia buscó salidas alternas que les limpiaran su empañada bola de cristal. Conductores radio-televisivos, críticos sistémicos o académicos con monteras de independientes pero encuadrados en los cauces de lo políticamente correcto, después del choque recibido intentaron, de manera urgente, rehacer sus erradas predicciones. No les salió la apuesta, pero eso sí, visionarios interesados que son, y con la vista hacia arriba, dieron el salto hacia nuevas interrogantes y supuestos sugerentes para sus audiencias.
Ahora han introducido un nuevo paquete con distintas sonoridades, pero igualmente con ribetes de angustia ante lo inapresable del horizonte. De pronto encontraron, ¡oh salvación!, que el discurso de López Obrador ha sido modificado. ¿Cuál de los dos AMLO es el real?, se cuestionan hasta desollar garganta y romper la pluma. ¿Será el rijoso de antaño o el moderado y amoroso de hoy? El de la primera versión está condenado, aducen convencidos por sus propias afirmaciones anteriores; el segundo es poco creíble o ya abandonó sus postulados básicos. Lo cierto es que la dicotomía, enunciada a manera de dilema, lleva un faccioso estigma innegable. Y por este estrecho y hasta tonto sendero se han ido ensañando los orientadores de distinta clase, calaña, posición o sentimientos personales con el ánimo de apaciguar conciencias inquietas. La irrupción de AMLO en el presente debate nacional tomó por sorpresa a los opinadores de fama, muchos infectados por añejas consignas ya superadas. Los masivos apoyos de López Obrador fueron aireados, una y otra vez, a pesar de su prolongado destierro de las televisoras. De pronto, los medios descubren que su vasto sustento popular no se ha mermado. Se asombran al constatar que el caudal de simpatías es creciente y viene desde mero abajo a pesar de los anatemas que le han lanzado y que se repiten cancinamente.
Pero el coro informativo se ha ido reponiendo de la sorpresa. Unos, se han refugiado en ardides torpes: niegan la objetividad en el mero diseño de las encuestas decisorias. Descubren, con estupor torpe, que estuvieron cargadas de antemano con tres preguntas para López Obrador y sólo dos para Ebrard. Este último, con generosidad, asumen de inmediato, evitó la ruptura y ahora se ha colocado como prospecto adelantado para 2018. Otros insisten, con saña evidente, en negar credibilidad a los mensajes iniciales de cambio y reconciliación para una república solidaria. Al final del recuento, la incomodidad que flota en el ambiente mediático tiene por delante una inquietud que será creciente: la movilidad, el trabajo incansable y creatividad política de AMLO. El reciente lanzamiento del Plan de Ayala para el siglo XXI es un ejemplo.
Tal impulso irá tomando, de nueva cuenta, la iniciativa para marcar la agenda de la competencia en curso. La coalición progresista formada tiene un enorme saco de programas, de propuestas y una maquinaria bien aceitada que le permitirá moverse con agilidad y fuerza.