e jugar entre gallos y cochinos en un pueblo sin corrales ni bardas entre la montaña y el mar, Javier Martínez Pedro, pintó a un niño que tuvo que emigrar a Estados Unidos como tantos otros mexicanos para quienes la única salida es irse. En su tierra, el niño jugaba a esconderse detrás de las palmeras, ayudaba a su padre a cargar las sandías, el terreno era suyo aunque no lo fuera, el sol y la felicidad estaban allí a la vuelta del surco. Al pasar del otro lado descubrió la llamada modernidad y la discriminación en la calle, en el campo y en las grandes tiendas de autoconsumo.
Ser niño es soñar, reír, estudiar, echar a correr, jugar, comer, dormir calientito, bueno, ése es el ideal pero hay dos realidades muy distintas, la de los niños que viven con un padre y una madre que tienen un empleo seguro y la de los niños que trabajan porque a la familia no le alcanza. Cuando al padre lo corren o la tierra ya no da de sí, el padre se va a buscar su suerte a Estados Unidos y en muchas ocasiones, los niños también se marchan. A veces, hasta viajan solos para alcanzar al padre (y ahora a la madre). ¿Qué le pasó? ¿Por qué ya no manda dinero? ¿Por qué ya nadie sabe de él? ¿Está vivo? Quizá los niños también se van porque persiguen un sueño que no les pertenece y quedan a la espera, la misma espera-esperanza de que el padre (o la madre) regrese.
–Hoy la libramos, mañana quien sabe.
La incertidumbre siempre da miedo, el cambio y lo nuevo atemorizan. ¿Qué pensarán los niños cuando su mundo se modifica tan rápido, tan duro, tan tosco como el tren llamado La Bestia al que hay que abordar en marcha? “¡Cuidado, córrele, córrele, agárrate de donde puedas, ahí viene la migra, súbete, no veas para atrás, la locomotora es un monstruo, los vagones van rápido, dame la mano, ayúdale a tu hermano!”
¿Qué significa subirse a un tren a escondidas? ¿Por qué hay que dejar la tierra e irse al otro lado? Algunos niños que ni saben leer se van solos, con apenas una dirección, un teléfono imposible de marcar o unas señas que a nadie ni a nada responden. Viajan ilusos a un país en donde todo los margina. Lo único que sí saben es que hay que ocultarse. ¿A dónde llegan? ¿De qué viven? ¿En dónde se pierden? ¿Los acompañará la Virgen de Guadalupe? Muchos se quedan en el camino con algo más que sus sueños mutilados.
Cada seis meses se repatrían 20 mil niños mexicanos. Antes, migrar era cosa de hombres, ahora hasta salen las niñas y la palabra violación rima con la palabra mujer. Todos, en la vida estamos expuestos, pero la indefensión de los niños es absoluta.
En el momento en el que los pequeños migrantes corren para subir encima del vagón, dejan su infancia en el andén. Correr ya no tiene el sentido del juego y difícilmente volverá a tenerlo. Ningún niño migrante volverá a correr por jugar, tampoco se esconderá tras las palmeras por jugar, ya nada será por jugar, el niño todo lo hará por no morir. ¿Cómo explicarle a un chavito que si le dicen corre
es por salvar su vida? ¿Cómo explicarle que si le dicen: Métete allí, escóndete, que no te vean, cállate
no es por jugar, sino porque pueden desaparecerlo? ¿Acaso no es una infamia pedirle a un niño que haga las cosas por no morir?
A nadie puede pedírsele que haga algo por no morir y menos a un niño.
Ninguna vida de niño debería estar en peligro.
Hacer violencia contra un niño es una forma de matarlo.
Cincuenta y un millones de mexicanos viven con menos de dos dólares al día, 20 millones de mexicanos viven con menos de un dólar al día.
La única salida es irse. Irse de su tierra, irse de sus palmeras, irse de su pueblo, irse de México.
El movimiento migratorio no se reduce a los mexicanos, también los centroamericanos atraviesan nuestro país y su destino es peor que en la frontera estadunidense. Viajan desde las zonas de extrema pobreza de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Ecuador, y son parte de Los condenados de la tierra (como los llamó Franz Fanon).
Los migrantes corren riesgos que jamás imaginaron, los acecha la maldad de los polleros, la falta de agua y la muerte en el desierto.
También para los que permanecen, la ruptura trunca su vida. La madre se siente sola, la autoridad paterna va diluyéndose. ¡Ahora verás cómo te va a poner tu papá cuando le diga que desobedeciste!
Ya nadie cree en su regreso. El padre se marchó, la madre quedó al cuidado de los hijos que resienten la ausencia hasta que ella también decide partir tras el mismo sueño que separó a la familia.
El miedo, los niños migrantes lo conocen a fondo, tan a fondo que un buen día al amanecer se dan cuenta que todo aquello que les brindaba seguridad ha desaparecido.
¿Qué tan seguro es vivir en nuestro país México en el que desde 2006 el número de fallecimientos por ejecuciones o ajustes
es mayor a 40 mil? Ahora, en estos últimos años, muchos se han ido también por inseguridad, por el deseo de que sus hijos puedan salir a la calle sin el temor de que algo les pase, sin el temor de que alguien de su familia desaparezca de un día para el otro.
¡Qué bueno que no te dieron un balazo!
¿Acaso la población pidió la guerra? Es injusto que tenga que abandonar su tierra porque ya no puede vivir de ella. Es injusto que los niños dejen de serlo. ¿Acaso el tema prioritario de la agenda del mundo no es la niñez? Hoy en México, nos lamentamos por los ninis, que ni estudian ni trabajan (son 400 mil) pero ¿qué mundo les ofrecemos?
Aunque el pintor José Manuel Mateo, el segundo autor del libro Migrar, de la editorial Tecolote, no sufrió la experiencia de migrar, conoce bien los reclamos de la tierra y lo que significa perderla. Gracias a él, Migrar es un libro que se despliega como un códice o un biombo, pintado en papel amate.
Antes, el papel amate guardaba las hierbas de la tierra y cuando los tlacuilos pintaban sobre él, el papel retenía los colores naturales, el aire del campo y de la montaña, el agua de temporada y sobre todo los huellas de los pies de nuestros abuelos. Ahora conserva el sufrimiento, los miedos, la inseguridad de los que se van.
Al igual que el papel amate somos fibra, cortezas de árbol, flores machucadas al igual que él también nos cuecen en agua con cal. Este cuento de niños Migrar es el códice, el árbol de la vida de los migrantes, el historial de su vida, la constancia de su terrible viaje, el descubrimiento del río de lámina y caucho que encontraron del otro lado en vez del río de su tierra. En México, según el libro Migrar y el recuerdo de sus dos autores, la naturaleza era generosa, las palmeras crecían, los pescadores en su barquita sonreían, los caballos relinchaban al lado de sonrientes borregos. Si era así ¿por qué se fueron? ¿Por qué Los Ángeles es la ciudad en que más se habla español después de México?
Guardar la memoria es hacer historia y este bello libro de Migrar que publica la editorial Tecolote, que hace más de 20 años dirige Cristina Urrutia de Stebelski, es la historia de los casi 50 mil niños mexicanos que atraviesan la frontera y le hablan a nuestra conciencia.