Opinión
Ver día anteriorMartes 6 de diciembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cumbre de Mérida: tibieza ante la ambigüedad
A

yer, en la capital yucateca, los gobernantes de Belice, Colombia, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua y Panamá –que integran el Mecanismo de Tuxtla– exhortaron a los gobiernos de Estados Unidos y de otros principales mercados de drogas ilícitas a que adopten medidas para frenar el consumo de éstas y frenen las ventas de armas que terminan en manos de la delincuencia organizada en Centroamérica y el Caribe. De esta manera, los jefes de Estado de la región hicieron eco a la postura reiterada por su colega mexicano Felipe Calderón quien en muchas ocasiones ha pedido a Washington que ponga un alto al tráfico de armamento del que se pertrechan, en parte, las organizaciones del crimen organizado.

El reclamo es correcto por sí mismo, pero superficial y del todo insuficiente a la luz de revelaciones surgidas en el año que está por terminar sobre las operaciones de la dependencia federal estadunidense que controla el alcohol, el tabaco y las armas de fuego (ATF) para enviar a cárteles mexicanos más de dos mil fusiles de asalto, y sobre la participación de la oficina antidrogas del país vecino (DEA) en acciones de lavado de dinero –millones de dólares– para algunos narcotraficantes.

Aunque las dependencias involucradas en tales operaciones alegan que éstas tuvieron como propósito rastrear o detectar las maneras en que los cárteles obtienen armas y lavan dinero, el hecho es que, objetivamente, en ambos casos el gobierno de Estados Unidos ha colaborado con la delincuencia que azota a México y a Centroamérica, ha facilitado arsenales que han cobrado numerosas vidas y ha fortalecido la capacidad corruptora y el poder de fuego de la criminalidad organizada.

Si a ello se agregan la permisividad y la obsecuencia de las autoridades financieras de Washington con las instituciones financieras a las que se descubre en acciones de presunto lavado de dinero –multas insignificantes a cambio de astronómicas utilidades, como ocurrió con el Banco Wachovia–, es inevitable concluir que el gobierno de Estados Unidos mantiene un margen de ambigüedad en un asunto en el que ésta resulta, llanamente, inaceptable, porque el combate al narcotráfico impuesto a los países latinoamericanos por Washington hace ya cuatro décadas ha significado en conjunto centenares de miles de muertes, una destrucción material incuantificable, la descomposición de las instituciones, la ruina de regiones enteras, el desvanecimiento de la seguridad pública y la erogación de recursos que habrían debido invertirse en el desarrollo social que tanto urge en nuestros países.

En sus términos actuales, este combate representa enormes utilidades netas para la economía de Estados Unidos –para sus circuitos financieros, su industria armamentista, sus contratistas bélicos y hasta para sus centros de inteligencia y análisis– y pérdidas igualmente desmesuradas para las naciones situadas al sur del río Bravo.

En tales circunstancias, lo que cabe exigir al gobierno de Washington es que defina en qué medida está con las autoridades nacionales que han hecho de la guerra contra la delincuencia su punto casi único de gobierno y hasta qué punto se limita a cosechar los beneficios de la destrucción que esa guerra trae aparejada en América Latina o, incluso, a atizar las confrontaciones y la desestabilización generadas.

Por desgracia, la realidad aporta datos que apuntalan la segunda de las hipótesis, y si ésta resultara cierta, así fuera parcialmente, no habría ninguna razón para que los gobiernos representados en el encuentro de Mérida siguieran uncidos a la estrategia contra las drogas dictada por Washington, y en cambio sí muchas para que prescindieran de una colaboración que parece estar envenenada, fueran mucho más allá de sus actuales y tímidos reclamos y optaran, en pleno ejercicio de soberanía, por abordar en forma distinta el problema de salud pública de las adicciones y el tema de la delincuencia organizada –el narcotráfico, en primer lugar–, que nunca debió trascender el ámbito estrictamente policial.