iciembre, en el Distrito Federal (DF), no sólo representa el fin de año. En ese mes, la pésima circulación de automotores retrata la mala salud de la ciudad y su posible inviabilidad. Las muy largas horas impuestas por el tráfico enfadan, agotan, preguntan. Imposible escapar del tráfago; imposible no preguntarse cuándo se hundirá el DF y nosotros con él; imposible no cuestionar las acciones de los gobiernos federales y de los gobiernos locales. El crecimiento irracional, ad nauseam, del DF, es responsabilidad de nuestros gobiernos. Su crítica salud también. Su futura inviabilidad también. Si no son los gobiernos los culpables, ¿quién lo es?
Las áreas conurbadas, yertas de oportunidades, atestadas de provincianos que migran en busca de sustento es culpa de los gobiernos federales, cuya mediocridad los expulsó y expulsa de sus tierras. La cada vez mayor mancha asfáltica y el desgaste de la ciudad, secundaria al crecimiento desmesurado, es responsabilidad de quienes la han regido. Comparto, sin embargo, la opinión de los ciudadanos que piensan, que a partir de Cuauhtémoc Cárdenas, el esfuerzo gubernamental por detener el deterioro de la ciudad ha sido mayor que en la época de los regentes del PRI.
El daño a la salud del DF es irreversible. Imposible comprobarlo hoy, absurdo pensar en su recuperación. Las largas, cada vez más largas horas desperdiciadas en el tráfico comprueban la terrible vulnerabilidad de la ciudad, exponen algunos escenarios, y exigen pensar y preguntar.
Muchas cosas asombran, muchas irritan, todas preocupan. Sentado en el automóvil, atrapado en el Periférico o en Constituyentes o en Insurgentes o en Observatorio o en Viaducto, donde sea, tomo nota de lo que sucede. Observo con angustia y enojo cómo transcurre el tiempo, como casi choco o casi me chocan, como casi atropello o casi atropella el carro vecino a un transeúnte. Tiempo después asumo la naturaleza sui géneris del Periférico y del Viaducto: la cantidad de vendedores de agua, de refresco, de cacahuates, de periódicos, de Lotería Nacional, de supervivencia, y de sueños es enorme, y, sin duda, una de las mayores del mundo. Minutos más tarde recuerdo la violencia que sufrió un conocido e intento no mirar a mi vecino: mi coche se adelantó y le robo un metro.
Transcurrida la primera hora, en un recorrido que suele durar veinte minutos, a vuelta de rueda, dicen en la radio, a vuelta sin vuelta dice el sitio del cual no me he movido, pienso en la cada vez más frecuente escena defeña del cristalazo al carro de adelante o del asalto a mano armada, donde la imposibilidad de circular convierte a los automovilistas en presas óptimas –como los desempleados de Felipe Calderón.
Y pienso en el tiempo: cuatro, cinco horas, que les toma a las personas que viven en las ciudades dormitorio para ir y regresar a su trabajo, hacinados en camiones donde asaltos y violencia se han convertido en norma, como muestra del éxito del gobierno actual.
Y pienso en el cansancio y en el hastío de los automovilistas, sin duda infinitamente menor que el de las personas que viajan en transporte público.
Y pienso en lo que leí en la mañana acerca de la calidad del aire, y recuerdo un escrito viejo, donde se sugería que en el DF un patólogo avezado, describirá el cáncer pulmonar variedad DF
.
Y pienso, mientras marco 10 veces al mismo teléfono y leo en el espectacular Todo México es Telcel
que el tráfico lo inventaron los dueños de las compañías de teléfonos celulares, y a quienes nadie les pide cuentas ante la grosera ineficacia de sus servicios.
Y pienso, cuando observo cómo los niños pequeños de los semaforistas defecan al lado de un árbol que la vieja idea, cuyo mensaje afirmaba, si el excremento fuese fosforescente la ciudad no requeriría alumbrado público
, debe ser cierta.
Y pienso, mientras caigo en los hoyos del asfalto, mientras observo la repavimentación anual (sí, anual) de las calles vecinas al sitio donde laboro, mientras maniobro para no rayar mi coche y no pegarme demasiado al coche vecino, que los pasos peatonales, o los puentes que ahora realiza el Gobierno del DF, se deberían haber construido hace dos o tres años, cuando por enésima vez intentaron mejorar la circulación y construyeron sus vialidades.
Y pienso que soy un (poco) malagradecido. De acuerdo con las estadísticas, siempre las estadísticas, es menos probable morir agudamente –decapitado, levantado, desaparecido, colgado– en el DF, en comparación con lo que sucede en muchas ciudades del norte del país.
Y pienso, y sé, que dentro de algún tiempo, las carencias del DF –parques, agua, estacionamientos, vías rápidas– y sus pecados –asfalto, esmog, inversiones térmicas, obras viales que nunca finalizan, políticos– nos cobrarán la factura.
Y no pienso, estoy seguro, de que en diciembre de 2012 los problemas del DF serán mayores.