Sábado 17 de diciembre de 2011, p. a16
He aquí una música que levita al borde del abismo, al filo del ascenso: a los susurros, en insólitos agudos amortiguados por el vaho de un amanecer helado, del violín de Gidon Kremer se unen gemidos que son caricias en el violonchelo de Giedré Dirvanauskaité, mientras Andrei Pushkarev hace temblar las gotas de rocío que penden de los tubos inferiores, esas venas que caminan, de un vibráfono. Y entonces emerge, proveniente de algún sueño que hace sonreír a quien lo sueña, una voz femenina que no puede recibir otra denominación en metáfora que la siguiente: arcangélica.
Silent prayer se titula la partitura. La escribió el maestro georgiano Giya Kancheli, quien a sus 76 años forma parte de la generación actuante de la música nueva, en las filas donde militan exiliados rusos, como él: Arvo Part, y el fallecido Alfred Schnnitke, generación inmediata siguiente a la de Prokofiev y Shostakovich, todos ellos víctimas del autoritarismo stalinista. Un sentimiento primario movió a Stalin en contra de Shostakovich: envidia. Les prohibieron publicar y con ello el tirano propició que el mundo se enterara de sus obras.
Esta maravilla la escribió el maestro Kancheli en 2007 para sus dos maestros más admirados: el violonchelista Mstislav Rostropovich y el violinista Gidon Kremer, en el cumpleaños coincidente de ambos. Ahora esa pieza magistral cierra un disco imprescindible: Hymns and Prayers, bajo el sello infalible ECM, con la Kremerata Baltica, que es en sí misma otra garantía, dirigida por Gidon Kremer.
El título del disco obedece a la combinación perfecta, el balance óptimo del track listing: dos obras de peso específico semejante, unidas por otra que completa el principio que inventó el pintor Paul Klee, en cuya teoría de la armonía en las artes visuales, cualquier armonía compositiva gana en carácter a través de las disonancias, con un balance restaurado a base de contrapesos.
Ya mencionamos la tercera obra. La primera, que contiene dosis semejantes de laconismo, espiritualidad, ascetismo y la fuerza de lo sublime, se titula Eight Hymns In Memoriam Andrei Tarkovsky. Lo que escuchamos resulta de una coherencia edificante: la estética cinematográfica del autor de obras maestras como Solaris, Nostalgia, Sacrificio, recibe una reverencia en sonidos que invocan a la pureza del espíritu, el poder de las personas de ser libres a pesar del acoso del autoritarismo, pues Tarkovsky fue otra víctima del stalinismo, al que venció con obras de arte.
El autor de estos himnos a Tarkovsky es el serbio Stevan Kovacs Tickmayer, alumno de Andriessen, Lutowslawski y Kurtag, pero que formó grupos de free jazz y rock de vanguardia como The Tickmayer Formato, en 1986, y después The Science Group, en 1997, donde planteó el método científico y sus hallazgos, pero en contextos artísticos. A ese grupo se unió, por cierto, un guitarrista de culto: el maestro Fred Frith.
La obra que enlaza a las dos anteriores es el prodigioso Quinteto con piano, de Cesar Franck.
El resultado es un álbum donde lo sublime toma forma de sonido, donde el fondo es forma y la forma vacuidad.
Todo es vacuidad. Y qué hermoso suena.