El aguinaldo y la hormiga
esde el área de planchado en la tintorería New York, Isolina tiene una visión muy amplia de la calle que sube por la falda de un cerro repleto de casas desiguales, unas a punto de caerse y otras a medio hacer. La suya es una de esas. Tiene un cuarto y cocinita. Los construyó Joel, su marido, durante sus días libres en la fábrica de colchones.
Desde hace tres años Joel ya no trabaja allí. Vende ropa en un puesto afuera del mercado 2 de Abril. Gana menos que de obrero. Sin embargo, está más contento porque su horario es flexible y no se pasa buena parte del día bajo techo. El de la fábrica lo asfixiaba. A cambio de esas ventajas sufrió una pérdida: ya no recibe aguinaldo. En diciembre su primo Sergio, el dueño de ese y otros dos puestos, le regala una cantidad discrecional, cada vez más pequeña.
Isolina teme que esta vez Sergio no le dé compensación a su marido. Hace un año, para estas fechas, ya le había entregado los mil 500 pesos con que premió la honradez y la constancia de su primo. Ahora Joel todavía no ha recibido nada. Pero ella no pierde la esperanza de que, aunque sea a última hora, Sergio gratifique a su marido y ella sigue pensando en a qué destinará el dinero extra.
II
Sus proyectos la hacen reír. Delia, su compañera encargada de las composturas a máquina, suspende el trabajo y la mira parpadeando tras sus gruesos anteojos:
–¿De qué te ríes?
–Me estaba acordando del cuento de la hormiga. El de aquella que se encontró cinco centavos y dijo: Si compro manteca, se me acaba; si compro azúcar, se me acaba; si compro pan, se me acaba. Entonces mejor no compro nada.
Así estoy yo, pensando en que, con todo lo que quiero hacer, no me alcanzará el aguinaldo que reciba Joel –Isolina mira hacia el mostrador en donde se encuentra su patrón leyendo el periódico–. ¿Crees que él nos vaya a dar algo?
–Ojalá, aunque sea nada más una quincena, como el año pasado.
–Es muy poco para todo lo que hacemos. Desde que despidió al Maidique nos carga mucho el trabajo, salimos tardísimo y no cobramos horas extras. Hay que protestar.
–¿Para que nos corra como al Maidique?
–Y en esta temporada, cuando más gastos tiene uno. Ya nada más con lo de la cena, aunque sea sencillita, se te van los 700, los 800 pesos.
–Este año no hago cena. Mejor gasto lo del aguinaldo en cambiarme los lentes, porque ya veo muy mal –Delia se quita los que trae puestos y los mira a trasluz–; yo pensaba ponerle su dentadura a mi mamá, pero mis anteojos son más urgentes.
–A lo mejor yo tampoco hago cena y aprovecho el aguinaldo para otra cosa. Juntando lo que nos den a mi esposo y a mí podemos comprar una puerta buena, de fierro. La que tenemos es de madera y la siento insegura.
–Una puerta ha de ser cara, ¿te alcanzará?
–No sé, pero si me decido por ella, ¡adiós cochecito eléctrico para Johnny! Desde que lo vimos en la Cómer anda con el brete de que le compremos uno. ¡Imposible! Todavía está muy chico y no entiende las cosas. Piensa que por malas gentes no se lo hemos regalado. Cuando sepa que este año tampoco podremos hacerlo, ¡olvídate!
–Yo que tú, le daba gusto. En un ratito el Johnny se te hace hombre y va a quedarse con el deseo del juguete para toda la vida –Delia se levanta y va hacia la parrilla eléctrica–. Voy a calentar mi comida. ¿Tú qué trajiste?
–Nada. No tuve tiempo. Estuve zanqueando a los del gas por toda la colonia –Isolina levanta los hombros–: Eso quería también: un tanque estacionario, pero si le compro el cochecito a Johnny o si me decido por la puerta no voy a ajustar con lo de nuestros aguinaldos. ¿Ves por qué te dije que estoy como la hormiguita del cuento?
–Ya para qué lo piensas. Ni sabemos si vamos a recibir el dinero –Delia saca de una bolsa el contenedor de plástico con el guisado–: Mira, hice huevos con salchichas. Te invito.
–Se ven muy ricos, pero no creo que alcancen para las dos. Come tú. Yo me espero. Además ni hambre tengo.
–¿Cómo no vas a tener, si ya es tardísimo? Vete a la tienda, tráete dos huevos y se los agregamos a mi guiso.
–Con uno es suficiente, y así me alcanza para mi refresco. Me vine de la casa con 10 pesos.
III
Las dos mujeres terminan de comer. Delia devuelve el contenedor vacío a la bolsa. Isolina enjuaga los platos bajo la llave del agua.
–Me quedé pensando en que tienes razón, Delia, en vez de la puerta, con lo del aguinaldo voy a comprarle el cochecito a Johnny.
–¿Cuánto cuesta?
–El más económico sale en 2 mil 600 –nota la expresión escandalizada de Delia–: parece de a de veras. Vale la pena.
–¿Y de qué tamaño es?
–Grandecito. Lo que no sé es en dónde vamos a guardarlo, porque mi cuarto es chico y apenas cabemos los tres –en tono de confidencia añade–: Joel quiere fincarle una pieza al niño para que esté más tranquilo y de paso nosotros también.
–Perdona que vuelva a meterme en tus cosas, pero si no tienes en dónde poner el cochecito, mejor espérate a que te hagan el otro cuarto.
–Eso quién sabe cuándo será. Son sueños de Joel. Dice que quiere tener vida para hacerme una casa con dos jardines, uno adelante y otro atrás.
–No sabía que tuvieras un terreno tan grande, Isolina.
–Es chico y yo sé muy bien que para todo lo que mi viejo quiere construir allí no alcanza, pero no se lo digo. ¿Para qué voy a quitarle la ilusión?
–Está sonando el teléfono. ¿Contestas o contesto?
–Yo voy. Joel prometió hablarme en caso de que Sergio le diera su aguinaldo –Isolina descuelga, reconoce la voz de su esposo y sonríe–: Sabía que eras tú. ¿Qué noticias me tienes? ¿Cómo? ¿Te lo dijo así, de plano, y no se lo reclamaste? ¿Y qué te contestó? Ah: que no tiene un centavo. Y sus tres puestos, ¿a poco no le dan? No estoy enojada. Para los pinches mil pesos que de seguro te iba a dar no vale la pena. Y tú tampoco te preocupes. A lo mejor el patrón sí me da… Pues sí, nada más una quincena, pero algo es algo. Tengo que colgar. No llegues tarde.
–Ay, Isolina, no me digas…
–Pues sí te digo. El maldito de Sergio le salió con que los negocios andan muy mal y no tiene ni siquiera para pagar la nueva mercancía.
–Y tú que estabas tan ilusionada con ese dinero.
–Pero no voy a amargarme. Haré como la hormiguita en la segunda parte del cuento. Cuando vio que hiciera lo que hiciera los cinco centavos se le iban a acabar, no compró nada y los guardó en un escondite. Pero como no le puso una marca jamás dio con él. Para no deprimirse, procuró convencerse de que nunca en su vida había encontrado la moneda de cinco centavos.