a reflexión sobre las diferencias en el modo de gobernar de izquierdas y derechas, según el uso convencional de los términos, no se restringe a las situaciones de crisis. Puede hacerse de forma productiva, en condiciones de relativa y frágil estabilidad económica, como la que hay en México.
El estancamiento como proyecto es insostenible. Debe cuestionarse aún más ante la posibilidad de una recesión mundial con un estrechamiento de los mercados para las exportaciones, menos espacio para la emigración de trabajadores, más ocupación informal y un marco institucional ineficiente.
A priori no puede decirse nada de una distinción entre el modelo económico y social impuesto desde hace tres décadas por el PRI y el PAN y la alternativa que podría significar ahora una propuesta de gobierno que debe hacer la izquierda reunida en torno de López Obrador. El peso de la prueba recae sobre su programa.
El campo de acción es, ciertamente, muy amplio y sus posibilidades son relevantes. No están restringidas a criterios de índole técnica ni a esquemas o concepciones ideológicas únicas. Pero tienen que ser funcionales para sostener la capacidad de existencia de las familias y la generación de productos para abastecer la demanda. Para ello hay un arreglo fiscal pendiente para ordenar los ingresos y los gastos y el financiamiento de la economía. Esta debería ser la prioridad de una nueva hacienda pública.
La propuesta tiene una oportunidad valiosa y que no debe desperdiciar para replantear el modo de operación de la economía mexicana y los criterios políticos que la sustenten para renovar el crecimiento productivo y el proceso de generación de ingreso y riqueza. Así, podrán identificarse opciones y advertir los obstáculos que enfrentan; habrá más claridad sobre lo que se quiere y, esperemos, pocas sorpresas.
El tipo de políticas convencionales se vuelve cada vez menos eficaz y más oneroso. Así se aprecia en diversos casos y la adaptación es lenta. En España se ha impuesto un verdadero paquetazo económico
tras la asunción del gobierno por el Partido Popular. Un cuestionamiento válido en ese país es, precisamente, si hay diferencias relevantes entre modos de gobiernos, sean de izquierdas o derechas.
Los populares ganaron las elecciones con mucha holgura, mandato tienen de sobra, ante lo que se percibe como una falla grave de gobierno de los socialistas. Impondrán sus criterios políticos y técnicos para enfrentar una honda crisis con 5 millones de desempleados, alto déficit público y endeudamiento. Qué habrían hecho los socialistas en esta situación es, por ahora, sólo una hipótesis.
El caso es que de lo primero que se dieron cuenta ya instalados es que el déficit fiscal que se estimaba en 6 por ciento del PIB para 2012 resulta que será de ocho. ¡Vaya sorpresa! Pues ¿dónde estaban las cuentas? Y así, a darle con un ajuste, que durante toda la campaña se había propuesto como duro pero no de esa magnitud. Otra sorpresa.
El inicio del inicio
, como si necesitara de reiteración, lo denominó la muy poderosa vicepresidenta. Según ella, para llegar a una posición fiscal compatible con las exigencias de la Unión Europea, 4.4 por ciento del PIB el año entrante. Su convicción es llamativa. Sólo tiene certezas, vicio de los políticos que no admiten dudas; bien nos haría.
Ahora, a cortar todo el gasto que se pueda y a subir los impuestos. Esto, bien se sabe, no es neutral. El gasto se recorta en inversiones y programas sociales, y los impuestos se recargan sobre los ingresos de los que trabajan, especialmente de lo que aún se llama clases medias. Nada nuevo. El impuesto solidario ofrecido en campaña desapareció tan pronto como hablaron los ministros de Economía y de Hacienda.
El péndulo político provocado por la crisis ha tenido otra expresión en Italia. Ahí, nada de elecciones para sustituir el desastre berlusconiano. De plano se impuso a un técnico económico de la burocracia europea para hacer lo que se debe. Y, bueno, es otra manera de ejercer el poder: prescindir de los políticos profesionales y los partidos para arreglar las cosas. En Grecia, igual. Puerta abierta a las tentaciones de toda índole.
Todos se enfrentan al juicio de los mercados, es decir, de quienes mueven las inversiones en el planeta. La credibilidad es la moneda de cambio, pero ésta no se emite directamente por una autoridad soberana; se gestiona en términos de rendimientos financieros.
Estos ajustes se aplican para salir de la recesión ya instalada, reduciendo el déficit y, con él, la demanda interna. Así sólo puede haber más recesión; el ajuste es circular. Pero nadie tiene tiempo en la política ni paciencia en los mercados.
Las convicciones políticas están firmes, el ajuste de la demanda se impone como única vía, cualquier otra versión más próxima al keynesianismo se toma como herejía o de plano tontería. La crisis ha cuestionado frontalmente al Estado, aunque las evidencias no sean tan claras. El déficit fiscal de España era modelo, el endeudamiento fue contratado esencialmente por el sector privado, cuando la burbuja especulativa reventó, el Estado entró al salvamento.
Tal como ahora se plantea resolver la crisis que estalló en 2008 en Estados Unidos y Europa, sólo podrá hacerse provocando nuevos episodios de especulación. En medio de la recesión, será más difícil pagar la deudas de las familias y las empresas, los bancos resentirán el efecto en sus balances, los reguladores reaccionarán con más exigencias de capital y el crédito será menor. Los riesgos llamados sistémicos no se han eliminado.